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Se busca otra Europa

La relación de muchos ciudadanos con la Unión Europea puede denominarse sin vacilar de kafkiana. Las personas se ven confrontadas con un poder creciente que tiene la naturaleza de un laberinto imprevisible: nunca lograrán llegar al final de los interminables pasillos, y nunca descubrirán quién ha dictado la sentencia fatal. Muchos ciudadanos están en la misma situación que Josef K. ante el tribunal o que el agrimensor K. ante el castillo: todos ellos están enfrentados con un mundo que no es más que una institución laberíntica sin par, de la que no pueden escapar y que no pueden comprender.

Desde el punto de vista de Kafka la situación es todavía más radical: los ciudadanos europeos son sólo sombras en los ficheros de la UE. Sí y aún menos que eso: son sombras de un error en un expediente, sombras, que ni siquiera tienen derecho a su existencia sombría. Y la realidad paradójica de la vida política ha querido que muchos europeos en el momento histórico actual respondieran con la llamada de socorro de un no: precisamente ahora, cuando se les convoca como ciudadanos activos, para aprobar una Constitución europea que busca dotar a su existencia sombría de derechos y libertades fundamentales. Este rechazo se opone a los millones de personas que han dicho sí en los países de la periferia de la UE: darían gritos de júbilo, si pudieran lograr convertir la vida sombría de un error en un expediente europeo.

¿Hay alguna salida del laberinto de la UE? Kafka -como los electores franceses y holandeses- respondería que no. Para él la UE sería el modelo de institución cuyas leyes, programadas por quien sea y cuando sea, hay que obedecer, que nada tienen que ver con el interés de las personas y que, por ello, son incomprensibles. Esta situación también tiene que ver con el fracaso de los intelectuales, que hasta ahora no han sido capaces de hacer un gran relato de la europeización.

Pero la situación no es de ningún modo insalvable: la pregunta clave es la de la alternativa: ¿en qué medida se puede entender la disputa en torno a la Constitución europea como una oportunidad y aprovecharla para crear otra Europa, capaz de resolver conflictos, con poder político y cosmopolita?

"Los tiempos se han dislocado. ¡Cruel conflicto, venir yo a este mundo para corregirlos!", éste podría ser el dilema de la generación Hamlet, que se ve obligada de nuevo a definir y a organizar el futuro de Europa. Acordémonos: el espíritu del padre obliga a Hamlet a restaurar la legalidad en la descompuesta Dinamarca, mucho antes de la disputa por las caricaturas. La militancia religiosa de todo el mundo reacciona ante la publicación de unas caricaturas en Dinamarca: algo así supera hasta ahora lo imaginable.

El mundo se ha convertido en cosmopolita de un modo nuevo, irrevocable y lleno de conflictos. Ya no hay -a pesar de un control perfeccionado de las fronteras- una Dinamarca aislada, una Alemania aislada, una Europa aislada. La otredad nacional y religiosa o lo extranjero ya no tienen fronteras. Quien a pesar de todo cree poder atrincherarse en su propio caparazón, se deja engañar por miradas y reflejos nacionales. Un punto de vista semejante lleva a la creencia de algo que ya no existe, pero que en el mundo globalizado se ha convertido en una ilusión extendida: la ficción retrógrada de lo nacional.

De repente los nacionalistas europeos se ven desplazados a la dinámica conflictiva de "una constelación postsecular" (Jürgen Habermas), en la que el secularismo continental todavía tiene que encontrar su voz y su rol entre otros sistemas de creencias en la confrontación, la coexistencia o la convivencia simultánea o no con las religiones del mundo. Ello rompe la unidad de la modernidad (entendida como un valor) y de la modernización (que se lleva a cabo mediante la economía) -por ejemplo, con la irrenunciable libertad de prensa y del poder (y mercado) mundial de la economía y la técnica-. Y la pregunta por lo que debería ser la modernidad se convierte ella misma en tema de conflictos globales.

La conciencia de la modernidad secular de Europa sólo la comparte a escala mundial una minoría. Esta convicción tiene que reforzarse y afirmarse en el conflicto -por ejemplo con el pensamiento religioso-político de los EE UU o con el proyecto de la modernidad musulmana- sí, también en la delimitación de formas del fundamentalismo religioso como expresión de movimientos modernos contra la modernidad. Mientras tanto, muchos europeos se han implicado en un esencialismo cultural que concibe la nación, la religión y la identidad en su definición europea como algo inquebrantable e inalterable. En esta situación cabe preguntarse hacia dónde debería llevar el viaje europeo, de ningún modo a una crisis. Al contrario: el continen

teha llegado a la realidad de los conflictos culturales dentro de las sociedades y entre ellas (¡no hay que confundirlo con el esencialismo del choque de las civilizaciones de Huntington!).

No hay nada más gracioso, absurdo y peligroso como anunciar en esta situación enrarecida y crítica el "fin del diálogo" y el "fin del multiculturalismo". De la misma manera se podría decir: expulsemos a la realidad. Por supuesto se puede dejar de hacer lo que de todas maneras nunca se ha hecho bien: hablar con las otras Europas del interior -y no por último con los doce millones de musulmanes europeos-. Pero esto no cambia nada al hecho de que además estamos todos condenados a vivir y convivir -o en este momento no- en la estrechez del mundo globalizado.

Quien piensa sobre Europa en términos nacionales -ésta es la paradoja que cabe esclarecer- despierta los miedos ancestrales de los europeos mediante una falsa alternativa: o Europa o las naciones europeas, un tercero es imposible. Bajo este punto de vista la UE y sus países miembros entrarán en una gran rivalidad, que amenaza su existencia de manera recíproca.

La otra cara de esta paradoja: hay que pensar de nuevo Europa, es decir de manera cosmopolita, para que con la aprobación de la Constitución europea los ciudadanos no teman que están cometiendo un suicidio cultural. Europa es diversa. Con esta base se podría construir una conciencia de la pertenencia conjunta que entendiera la diferencia de lenguas, culturas y tradiciones religiosas como una riqueza, y no como un impedimento para la integración.

¿Puede una Europa cosmopolita despertar a los ciudadanos, incluso entusiasmarlos? De momento hay bastante escepticismo. Para ello los grandes relatos de la europeización deberían haber sido más claros en lo que la UE ofrece a sus ciudadanos y lo que ésta significa. Pero miremos donde miremos, en todas partes se conciben reformas en los Estados a título individual y entonces éstas se encallan dentro del marco de actuación reducido del Estado nacional. Para salir del laberinto kafkiano sería un paso importante definir los muchos problemas actuales como desafíos europeos -el descenso de la población, la sociedad envejecida, las reformas de los sistemas de seguridad social, la inmigración, la deslocalización de puestos de trabajo, la imposición de salarios bajos, los tributos a las ganancias de las empresas, la especulación financiera y de intereses-, la lista podría ser más larga. Esto quiere decir lo siguiente: la ampliación de la cooperación interestatal que mediante la soberanía compartida hace a las naciones más fuertes, podría llenar a los ciudadanos de entusiasmo hacia Europa. De esta manera la UE se convertiría en un modelo de gobierno en la era de la globalización. El lema: las soluciones europeas aportan a los ciudadanos más que beneficios nacionales a título individual.

¿Cómo se puede convertir la insoportable levedad del no de muchos europeos en la oportunidad de un nuevo principio, que permita ser a la UE, cosmopolita y a la vez capaz de resolver conflictos? Mi propuesta es tan fácil como radical: se debería someter otra vez a votación el drásticamente recortado texto de la Constitución y esta vez no en cada nación a título individual sino en todos los Estados miembros el mismo día. La regla para semejante votación: si un país vota en contra de la Constitución, se decide por una categoría inferior de pertenencia a la UE. El no de un Estado no impide entonces la entrada en vigor de la Constitución. Más bien este mismo Estado (al menos parcialmente) se excluye de los derechos y beneficios, que siguen su curso con la Constitución para los Estados europeos y sus ciudadanos.

Así ya no sería posible por mucho tiempo decir no sin comprometerse y sin asumir las consecuencias y, de esta manera, bloquear la UE. Sin aprobación, ninguna subvención: esta pauta acabaría con la insoportable levedad del no. Al mismo tiempo, unas elecciones en toda Europa podrían hacer ver a los ciudadanos lo que ganan de un modo concreto cuando se integran a la soberanía europea.

La Constitución europea estaría legitimada democráticamente y a escala europea. Los países y los ciudadanos que con su aprobación hicieran entrar en vigor la Constitución, podrían seguir desarrollando el proyecto de modernidad europea en el marco de un Estado de derecho para los conflictos de la sociedad postsecular así como dotar a la ampliada UE de capacidad de decisión y de resolver conflictos.

Ulrich Beck es profesor de Sociología en la Universidad de Múnich. Traducción de Martí Sampons.

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