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Columna
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Edad del pavo

El título de esta columna me lo ha sugerido la imagen que algunos diarios han elegido estos días para ilustrar la noticia de los macrobotellones celebrados, con más o menos éxito, en varias ciudades españolas. Se trata de la fotografía de un joven que se dispone a beber, de un tubo o manguera conectada a un embudo, el combinado que un compañero allí le está sirviendo. Me ha recordado, y de ahí el título de hoy, la imagen de la ceba de los patos o gansos destinados a la producción de foie (por hipertrofia de su propio hígado). La mente es así y asocia libremente lo que se le ocurre, a veces con efectos tan deprimentes como el citado. Porque asumo que esa comparación es bastante odiosa.

Como la que resulta de cotejar los dos movimientos juveniles de máxima actualidad. Por un lado la juventud francesa movilizada en torno a una causa política, a un compromiso con su futuro laboral, es decir, con la calidad de su vida personal y social. Por otro lado, la juventud española ocupando portadas y telediarios por su implicación en algo muy distinto, en una movida de tiempo libre, en una opción de ocio evasiva y mayormente alcohólico. No sé si la causa que tiene encendida a la juventud francesa es una causa perdida (Dominique de Villepin ya ha anunciado que no piensa retirar su proyecto de Contrato de Primer Empleo). No sé si va a ser una causa perdida, pero entiendo que algo se están perdiendo los jóvenes españoles cuando a la misma hora, en el mismo panorama de empleos precarios, de viviendas inaccesibles, de flagrante retroceso de los dichos y los hechos del Estado del bienestar, concentran su rebeldía y su energía en la ocupación de una explanada (por lo general inhóspita y/o antiestética) para ponerse un cuarto, medio o enteramente ciegos. Algo se pierden o algo se les pierde entre los recipientes de mala calidad, en esa triste intemperie de(l) plástico. Esos jóvenes suelen decir que una de las razones por las que beben en la calle es porque sale barato. Y qué será que siento que han calculado bastante mal el precio de la fiesta o de la broma o de la gracia que ahora les encumbra hasta los titulares de prensa; qué será que me temo lo peor, que este asunto de las macrocopas les va a salir muy caro. Porque mientras ellos se concentran en los SMS con el sitio y la fecha de la siguiente juerga (Bilbao el 31 de marzo en el Parque Etxebarria, pásalo), mientras ellos se distraen con esas cosas, los que no se distraen son los mensajes de la precariedad laboral, las hipotecas de por vida, la erosión de los conceptos y los servicios públicos. Mientras ellos beben sobre el sólido cemento de un aparcamiento, su futuro se diseña sobre arenas movedizas, sobre el frágil solar de lo improbable o lo efímero.

Ya han anunciado nuestras autoridades medidas para regular y prevenir la celebración de macro-botellones en las capitales vascas. Pero el tema del consumo de alcohol entre nuestros jóvenes no se reduce a esa vertiente puntual y al aire libre; y son precisamente las modalidades bajo techo las más dejadas de la mano institucional, las que están pidiendo a gritos más rigor y control de la aplicación de la legalidad. El que los menores de edad beban alcohol en bares, mezclados con el público adulto, más que habitual es una práctica naturalizada. Tanto que alguien me confesaba hace poco su indignación y estupor (o viceversa) por el hecho de que el menú -de fin de trimestre o inicio de vacaciones- que la clase de su hija de 14 años acababa de acordar con un restaurante donostiarra incluyera de bebida, y sin tapujos, la sidra.

La adolescencia es la edad de las transgresiones, las pruebas, los descubrimientos y los desafíos. Pasarse de la raya es también una manera de pertenecer y de crecer. Quien lo probó, es decir, todos, lo sabemos. Pero corresponde a los adultos privados y públicos impedir que ese pasar sea un saltar en el vacío. Y que la edad del pavo (enchufado a una manguera alcohólica como en la foto con la que iniciaba estas líneas) se vuelva la del pato. El pato que se paga muy caro y sin vuelta de hoja.

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