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Tribuna
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La vida desborda las heridas

Lo primero que me viene a la mente, tal día como hoy, es la visión de una jaula de cristal, bajo un cielo azul pálido. Dentro de ella se encuentran alborotando el aire cientos de aves de todos los colores, tamaños y procedencias. Alguien se acerca a la jaula y abre un pequeño portón. Los seres alados pasan, se pierden, y el cielo es una avenida de pájaros de plumaje variado y brillante bajo la luz blanca y nueva del sol.

Creía que tal día como hoy estaría muy contento. Miro atrás y veo las heridas abiertas, manando todavía como fuentes transparentes, veo todavía cenizas en la memoria caliente, pertenecientes a aquellos que se quedaron en el camino o los dejaron sin más, vidas truncadas en el filo de un tiempo que se ha desesperado en la espera. Veo el sufrimiento encerrado como un enjambre de abejas en un panal amargo, veo sueños convertidos en humo, vidrio roto, desolación, desierto. Algo nuestro se fue con ellos, se rompió con ellos, se quemó con ellos, algo que nunca hemos recuperado, ni hemos buscado. Algunos perdieron hacienda y vida, todo excepto la dignidad. Pero hubo quien, por preservar ambas, indignamente la perdió. Hemos sobrevivido, pero no somos mejores que los que se quedaron, humillados, ofendidos y escarnecidos. Hemos sobrevivido y hemos cambiado, apenas nos reconocemos. Nos hemos vaciado, hasta quedarnos secos; nos hemos gastado, hasta empequeñecer; nos hemos muerto en algún lado, sin saberlo.

Si fuese posible pegar un salto y que se hiciese ese vacío que todo incluye y que nada desdeña. Si fuese posible cerrar los ojos, desear firmemente y volver a comenzar. Si fuese posible deshacer lo hecho, desandar lo andado, desarmar lo armado. Si fuese posible que los relojes volvieran a la hora inicial y que el tiempo sobrevolara hacia atrás, hasta llegar a la inocencia que perdimos, como perdimos tantas cosas que sabemos y alguna que ignoramos. Pero ya no somos inocentes, quizá nunca lo hayamos sido y nos hayamos engañado pensando lo contrario. No somos inocentes desde que contemplamos la primera víctima, tirada en la calle, sola y abandonada, cubierta con una improvisada sábana. No somos inocentes ni lo seremos.

Nuestros ojos han visto demasiado horror. La violencia dejó de ser algo abstracto y se encarnó o se descarnó en un rostro amigo, admirado e incluso amado, un rostro familiar. Todos llevamos una nómina de agraviados tatuada en el alma.La violencia dejó de ser algo lejano e irreal, desde que supimos que aquel chico que en la infancia jugaba con nosotros en el patio de la escuela era un asesino. La violencia fue nuestra madrastra. Tuvimos que aprender a descifrar miradas, desentrañar gestos, adivinar intenciones en lo que eran simples movimientos, imperceptibles temblores, confusos ademanes. Nos hemos doctorado en la escuela del disimulo; conocemos todas sus artimañas, todas sus maldades, todos sus hechizos. Llevamos una marca en la frente, un estigma, que nos hace reconocibles, vayamos adonde vayamos.

Sin embargo, es un día para estar contentos. Todo es lo que es y también más en este presente rico en signos. Seguimos adelante, continuamos y, sobre todo, podemos darnos una oportunidad. Los ojos abandonan las sombras, se libran del inoportuno abrazo del miedo, bailan, saltan y buscan el cercano horizonte. Los labios dejan de cosechar silencios y se llevan en ganancia palabras de alegría y de esperanza. Las manos recogen otras manos y vuelven a sentir el sincero calor humano. La vida desborda las heridas. Alumbra el camino, como un relámpago.

Florecerán las voces en esta primavera, volarán las palabras como hermosos pájaros ingrávidos en el aire. Al fin se romperá el maleficio y dejará paso a una marea de frases, atropelladas al principio, ordenadas después. Porque hay mucha gente que ha estado calladamente ausente, presa en una jaula de cristal, bajo un cielo azul pálido. Ojalá griten lo que no han gritado y lloren lo que no han podido llorar. Ojalá liberen toda su rabia, su frustración, su infelicidad, y al fin se liberen, y nos liberen también.

Queda esperar que cada cual se mire en el espejo de la historia pasada y se pregunte si fue valiente o claudicó, si prevaleció el interés o se siguió el dictamen de la conciencia, si en algún momento se sucumbió a la perversa tentación del odio. Es tan poco lo que sabemos de nosotros que da pereza el averiguarlo. Los miles de colores abigarrados del dolor nos han cegado e impedido mirarnos y vernos, nos han impedido mirar a los demás y ver en ellos lo que tienen de nosotros. Queda esperar que no haya más olvido innecesario e injusto.

Felipe Juaristi es escritor y poeta vasco. Con su libro de poemas Begi-ikarak fue finalista del Premio Nacional de Literatura 2005.

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