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Ochocientas treinta y dos

Lo que muchos creían imposible, por fin ha sucedido: ETA ha acabado reconociendo que la violencia terrorista no le lleva a ninguna parte. Las personas dominadas por la melancolía, el pesimismo y la aprehensión no lo podrán celebrar, pero no hay duda de que es la mejor noticia de los últimos tiempos. Ha ocurrido gracias a los esfuerzos de muchos: de las fuerzas de Seguridad, de los sucesivos Gobiernos, de los movimientos sociales que han luchado contra ETA y del conjunto de la sociedad española, que ha mostrado durante décadas una capacidad de aguante admirable.

El comunicado etarra de alto el fuego permanente es la consecuencia lógica de un largo proceso cuya fecha de inicio se puede precisar con bastante exactitud: el 29 de marzo de 1992, el día en que cayó la cúpula de la organización en Bidart. Comenzó entonces el fin de ETA, al derrumbarse sus esperanzas de conseguir mediante la violencia que el Estado cediera a sus demandas.

Hasta ese momento, ETA había realizado una guerra de desgaste contra el Estado. Los terroristas mataban, tratando de producir unos costes humanos y políticos que resultaran demasiado elevados para el Estado, forzándole así a desistir.

Con la caída de Bidart, esta estrategia de guerra de desgaste se vino abajo, aunque los terroristas han tardado 14 años en sacar las consecuencias pertinentes de aquel episodio. Sabemos que las organizaciones terroristas, por su naturaleza clandestina y por su ideología radical, tienen una resistencia enorme a reconocer los cambios que se producen en su entorno. Son bastante impermeables a la realidad, pero aun así, ésta acaba imponiéndose.

Entre el 29 de marzo de 1992 y el 22 de marzo de 2006 han sucedido muchas cosas. ETA intentó superar su fracaso en la guerra de desgaste mediante la formación de un gran frente nacionalista. Los terroristas pensaron que podrían conseguir la independencia convocando una asamblea constituyente que excluyese a la mitad de los vascos. Fruto de aquella estrategia, en la que participaron irresponsablemente el PNV y EA, fue la tregua fallida de 1998.

El frente nacionalista también fracasó y a partir de ese momento ETA se quedó sin estrategia. Ya no podía explicar qué iba a conseguir con la violencia. A esta desorientación estratégica se sumaron otros factores que contribuyeron decisivamente a asfixiar a la organización terrorista: los movimientos de resistencia cívica que surgieron en el País Vasco, las iniciativas judiciales contra el entramado legal de ETA, la ilegalización de su brazo político y, sobre todo, el mantenimiento del acoso policial con la ayuda crucial de Francia. Si a todos estos factores añadimos el hecho de que ETA es la última organización terrorista autóctona en activo en el mundo occidental, estaba claro que su final tenía que estar cerca.

Así lo entendió el presidente del Gobierno. Como es lógico, ha actuado con la ventaja que le proporciona la información privilegiada de la que dispone por su cargo, si bien sus adversarios han preferido pensar que decidía a tontas y a locas, sin saber dónde se metía. Durante los dos últimos años, se han dicho muchos disparates sobre ETA y sobre la política antiterrorista del Gobierno. Es verdad que la ausencia de víctimas mortales sin la correspondiente declaración expresa del fin de la violencia creaba mucho desconcierto, pero a partir del alto el fuego las cosas han empezado a aclararse. Zapatero ha demostrado que no era un insensato, que le animaba algo más que buenas intenciones. Ya acertó cuando estaba en la oposición al proponer el Pacto contra el Terrorismo, y volvió a acertar, esta vez en el poder, al promover la declaración del Congreso. Quién sabe, quizá la falta de confianza en el actual Gobierno que ha manifestado no sólo la oposición, sino también la AVT y personas que han luchado con gran coraje contra ETA durante los últimos tiempos, pueda superarse en esta nueva fase.

La declaración del Congreso sobre el fin del terrorismo no fue un ejercicio de voluntarismo, ni una mera provocación para marginar al Partido Popular. Limita el margen de actuación del Gobierno al impedirle entablar una negociación política con ETA. Esta limitación, que ata las manos del Gobierno, incrementa su poder de resistencia ante los terroristas. Pero a la vez que garantiza la firmeza, la declaración también ha generado un incentivo para que ETA busque una salida definitiva ante su progresivo agotamiento. Ha sido una combinación eficaz de palo y zanahoria.

Para no hacer todavía más difícil el proceso que viene, será necesario no enredarse en malos argumentos. No hay justificación alguna para temer que vaya a producirse el triunfo de ETA y la rendición del Estado. La declaración del Congreso impide cualquier cesión sustantiva. Y, sobre todo, hay que darse cuenta de que si el Estado no se rindió cuando soportaba decenas de muertos al año, menos lo va a hacer ahora, tras casi tres años sin atentados y una declaración de alto el fuego.

Algunos tienen serias dudas sobre la necesidad del proceso que acaba de iniciarse. Puesto que ETA está tan débil que renuncia a la violencia, puesto que todos hablamos de la derrota política de ETA, ¿qué necesidad había de cambiar el rumbo de la política antiterrorista? ¿Por qué no haber esperado sin hacer nada mientras ETA se extinguía lentamente? O ¿por qué contentarnos con un alto el fuego permanente cuando deberíamos exigir la disolución de ETA y la inmediata entrega de las armas?

Ambas posiciones, que no era necesario cambiar de rumbo o que si se cambiaba de rumbo era para conseguir directamente la disolución de ETA, pasan por alto en cada caso algo fundamental. Por una parte, que, sin la declaración del Congreso y la actitud constructiva del Gobierno, es bastante probable que una ETA acorralada hubiese vuelto a matar, puesto que tenía capacidad para ello. Y por otra, que ETA tiene todavía suficiente apoyo social y suficiente infraestructura como para resistirse a un cese de la violencia si éste supone su disolución final.

Siendo realistas, es razonable sentirse satisfechos ante un alto el fuego permanente. No se podía aspirar a mucho más. Haber exigido desde el primer momento la disolución inmediata de ETA y la entrega de las armas habría sido un ejercicio de futilidad. El margen de maniobra es muy estrecho, pero ya no es descabellado imaginar que los libros de historia se referirán a ETA como una organización terrorista que asesinó, según mis cuentas, a 832 personas desde su nacimiento en 1959 hasta el 30 de mayo del 2003, cuando los terroristas mataron a dos policías nacionales en la localidad navarra de Sangüesa.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología de la Universidad Complutense.

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