Un músico de verdad
¿Por qué Mariss Jansons (Riga, 1943) cautiva a las audiencias? ¿Por qué un hombre modesto, de salud precaria, lejos de cualquier ambición ligada a ese culto a la personalidad que otros trabajan a porfía se mete en el bolsillo a las orquestas y a los públicos? Algo tiene, desde luego, de eso que tan impropiamente se llama carisma y no es sino el atractivo de una manera de ser y de actuar. Pero, por encima de todo, estamos ante un músico de los pies a la cabeza, elegante y entregado al mismo tiempo, ante alguien que sabe trabajar, que ha heredado lo mejor de una escuela impagable -de su padre, Arvid Jansons, del mejor Karajan también, no lo olvidemos- y que lo aplica con inteligencia y naturalidad.
Ibermúsica
Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera. Mariss Jansons, director. Obras de Haydn, Wagner y Stravinski. Orquestas y Solistas del Mundo. Auditorio Nacional. Madrid, 22 de marzo.
Esa vieja escuela se puso de manifiesto en una extraordinaria versión de la Sinfonía nº 94 de Haydn, en la que destacó una visión general históricamente abarcadora, como si en el maestro de Rohrau estuviera en agraz todo el sinfonismo romántico. Padre de la sinfonía, pero padre engendrador, irradiador. Fue formidable la forma de frasear -que se diría vienesa- en el Menuetto y la manera de cerrar la obra con un Finale rítmicamente impecable. Pero, como nadie es perfecto, el Preludio y muerte de amor de 'Tristán e Isolda', de Wagner, quedó prosaico, con muy poquita alma, no anémico pero sí descolorido, sin músculo, ayuno de emoción. ¿Qué había pasado? Simplemente que hay momentos en que las cosas no salen y esta vez no salieron.
En la suite de 1919 de El pájaro de fuego, de Stravinski, la Orquesta de la Radio de Baviera mostró sus credenciales y hubo instantes de una enorme calidad, como la resolución de la última parte, surgiendo de un pianissimo imposible hasta alcanzar una grandiosidad lógica. Quedaban las propinas para sacarse del todo la espina del mal rato wagneriano y ahí volvimos a ver al mejor Jansons, sobre todo en el fragmento de la Suite de valses de 'El caballero de la rosa', de Richard Strauss, en la que el brillo surgió refulgente y embriagador.
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