Asertividad democrática
En la esfera de lo público, defiende el autor, no cabe imponer convicciones que no estén sometidas al debate y contraste libre de ideas.
Hace años que se ha establecido como un valor arquitectónico de la personalidad madura lo que en términos psicológicos se denomina asertividad, que se viene a definir como "la capacidad de expresar tus sentimientos, ideas y opiniones, de manera libre, clara y sencilla, comunicándolos en el momento justo y a la persona indicada". La asertividad es lo que hace que entre personas maduras sea posible una comunicación racional y normalizada, en la que cabe la crítica de las ideas y de las posiciones intelectuales al mismo tiempo que la cooperación y el desarrollo de tareas colectivas.
La asertividad se coloca en un medio virtuoso, entre la "agresividad" y la "pusilanimidad". No se trata de dar pábulo a la violencia verbal, antesala de todos las demás violencias; se trata de mostrarse respetándose a uno mismo y respetando a los demás, de un modo directo, honesto y apropiado. La clave de la asertividad es la autonomía emocional, es decir no estar sometido emocionalmente a la necesidad de aprobación del otro -dependencia masoquista- ni tampoco a la necesidad de escandalizar al otro, que no es sino otra forma de dependencia sádica: mantener el equilibrio emocional; saber decir y saber escuchar; ser positivo y usar correctamente el lenguaje no verbal, encajando con deportividad la crítica.
Como Pascal, sé que mi fe es una apuesta, por lo tanto incierta, y que las apuestas se hacen a riesgo y ventura de cada uno
La asertividad está, a mi juicio, directamente relacionada con la famosa cuestión de si los sentimientos asociados a las ideas y las creencias deben estar protegidos por la ley. Nuestro Código Penal vigente, de 1995 ya ha respondido a esta pregunta y lo ha hecho en sentido positivo. Con esta decisión legal no se trata ya de defender la libertad religiosa o de creencias, sino la intangibilidad de los "sentimientos" religiosos, lo cual no deja de tener sus dificultades. Juan Francisco González Barón, presidente de Europa Laica, ponía el dedo en la llaga cuando decía en una declaraciones en prensa: "Aquí mantenemos el delito de blasfemia con otro nombre: ofensa a los sentimientos religiosos. Pero nadie protege los sentimientos filosóficos, ni los estéticos. Los sentimientos religiosos han de tener la misma protección que los sentimientos no religiosos: ninguna. Son las personas las que deben tener protección".
En efecto, el problema con los sentimientos es el de su arbitraria expansividad. Tenemos todos una tendencia, seguramente de raíz cultural, a enamorarnos de nuestras ideas y creencias, de tal modo que cuando alguna de esas ideas y creencias es criticada o valorada negativamente nos duele; de ahí la pregnancia emocional que adquiere nuestro lenguaje cuando nos referimos a los críticas de nuestras ideas, que siempre solemos traducir como ataques, varapalos y agresiones, cuando en realidad no son sino palabras. Es como si nuestras ideas no fueran simplemente representaciones más o menos adecuadas para relacionarnos con la realidad del mundo que nos rodea, sino que fueran de algún modo carne de nuestra carne; de ahí las pasiones que se encienden ante la crítica.
Sin embargo, en el ámbito de la ciencia y de la política hemos aprendido a desapegarnos de nuestras ideas. A todos nos parecería ridículo que un investigador apelara a sus sentimientos científicos para mermar fuerza crítica a un teorema o a un experimento. Algo parecido, aunque con más dificultad, se nos plantea en relación con la crítica de las ideas políticas, que destilan también sus propios sentimientos y los afectos de los militantes y simpatizantes, aunque eso no puede impedir las críticas o incluso la sátira respecto de una determinada opción ideológica, una gestión de gobierno o una línea de oposición.
Por otro lado, no debemos perder de vista que la crítica y la sátira también está sometida al juicio crítico y a la sátira de los demás. Que no podemos alegar la libertad de crítica para eludir las críticas que nuestros pensamientos provoquen en los demás. Como nos advirtió el maestro John Rawls, en esto de los derechos hay que distinguir lo que es justo y equitativo de lo que es bueno o verdadero. Reconocer que una crítica es admisible legalmente sólo significa que no se puede sancionar, pero no significa que sea conveniente, acertada o inteligente. No tenemos criterios indiscutibles para decidir esas cualidades. Por otro lado, si sólo fueran posibles las críticas convenientes, acertadas o inteligentes no habría periódicos, ni radios ni televisiones. Podemos reconocer el derecho de alguien a defender una opinión y al mismo tiempo sostener que esa opinión es insensata, estúpida o incorrecta.
Todo esto deriva de la confusión entre el respeto debido a las personas y la garantía de sus derechos, con el confuso respeto de las ideas y creencias ajenas. La mejor tradición política y filosófica occidental se ha construido precisamente sobre la libertad de pensamiento y de crítica. Las ideas y creencias no pueden ser todas ellas y automáticamente respetables, ya que se niegan entre sí. Para los creyentes en determinadas tradiciones religiosas la Revelación asumida obliga a ciertas normas dietéticas (no beber alcohol, no comer carne de cerdo, no mezclar leche y carne en el mismo alimento, prohibición de ingerir alimentos híbridos o manipulados genéticamente, ser vegetariano), sexuales (no mantener relaciones carnales fuera del matrimonio o fuera de los períodos fértiles, interdicción de la masturbación o de la homosexualidad...), médico-sanitarias (interdicción de las transfusiones sanguíneas, del aborto, de la fecundación in vitro, de los preservativos o de los métodos anticonceptivos), o jurídicas (renuncia a la legítima defensa, objeción al servicio militar, renuncia a la participación política, al juramento o al saludo a la bandera).
Sin embargo, ¿por qué deben esas opiniones suscitar sentimientos especialmente dignos de protección? ¿Es que las opiniones de la Escuela Psicoanalítica no suscitan también emociones y sentimientos muy arraigados? Sin embargo, la tesis de que los niños varones desean inconscientemente asesinar a su padre y acostarse con su madre (complejo de Edipo) no está considerada como un sentimiento psicológico, sino como una idea sometida a crítica.
Lo que es necesario garantizar es la libertad religiosa o de culto, del mismo modo que la de pensamiento y expresión, pero los sentimientos son demasiado arbitrarios y subjetivos como para constituir en sí mismos un bien jurídico protegible de manera autónoma. En todo caso no cabe que en la esfera de lo público, en el ámbito que a todos nos obliga, en la ley civil, alguien pretenda imponer norma alguna que no tenga un fundamento dialogal, consentido colectivamente, discutido con argumentos de razonabilidad, en un juego de comunicación en el que todos podamos participar sin necesidad de estar iluminados por ninguna revelación especial y todas las cartas puedan ponerse boca arriba, sin arcanos.
El respeto a las libertades individuales y, en última instancia, el amor a la propia libertad, debe llevarme a no aceptar imposiciones de revelaciones ajenas a mi propia experiencia; y, por la misma regla, debo renunciar a imponer mi propia revelación. Reivindica el profesor Peces-Barba en su magnífico libro España civil el valor existencial que para cada uno de nosotros tienen las creencias basadas en opciones religiosas, así es en el ámbito de mi biografía, en la historia de mi particular busca de sentido. Pero al mismo tiempo, si queremos construir una patria civil y una sociedad abierta, tenemos que asumir que la subjetividad, la parcialidad de cada revelación, lleva necesariamente a reconocer la necesidad de un espacio definido convencionalmente por un lenguaje que, aunque limitado y quizá artificioso, vaya más allá de toda particularidad, permitiendo la convivencia de lo diferente. Y que conste que me considero creyente, y tengo mis sentimientos asociados a mis propias creencias. Pero, como Pascal, sé que mi fe es una apuesta, por lo tanto incierta, y que las apuestas se hacen a riesgo y ventura de cada uno.
Javier Otaola es abogado y escritor.
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