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Columna
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Mensaje en la botella

Deberían beber menos, leer más, hacer deporte, ayudar a cruzar las aceras a los ancianos, no fumar, creer a los políticos, votarles, estudiar lenguas muertas, qué sé yo, ser mejores, ejemplares, modélicos. Podrían aprender de sus mayores y organizar guateques con discos de Serrat ahora que al Noi del Poble Sec le han hecho Doctor Honoris Causa por la Complutense. Y si, a pesar de todo, no les convence el plan, deberían imitar a la izquierda gamberra de hace cuarenta años, aquellos golfos cultos, refinados y progres que leían al divino marqués (algunos, además de divinos, también eran marqueses o parientes de marqueses o condes) y conspiraban contra la dictadura en las noches interminables de Bocaccio, en la barcelonesa calle Muntaner, mientras Oriol Regás les servía el enésimo whisky.

Es decir, deberían beber como ellos y acabar, de la misma manera que buena parte de ellos (vivos o muertos), convertidos en alcohólicos de provecho, carne de antología o tesis doctoral. Hay doctorandos norteamericanos que contabilizan las cogorzas de poetas, arquitectos, directores de cine, fotógrafos, pintores y borrachos más o menos notorios adscritos a la causa de la izquierda gamberra de Barcelona, gauche divine o, más bien, como decía el agudo Jaume Perich, la izquierda que ríe, lo mismo que la vaca de los quesos pero con más motivo y muchas más razones. Lo pasaban de cine y, además, eran pocos y guapos y no pobres.

Pero con cinco euros para pasar la noche no resulta sencillo emular a la izquierda exquisita. Es más fácil y práctico lanzarse al botellón. Y, lo que son las cosas, estos botelloneros han logrado lo que la alegre muchachada barcelonesa del tardofranquismo no pudo: inquietar a la clase política y alertar a las autoridades con mando en plaza. El alcalde de Bilbao se prepara para hacer frente (cómo) a un macrobotellón que está en el aire y amenaza con tomar tierra a fines de este mes en no sé sabe dónde. Por su parte, los socialistas vascos han instado al Gobierno de Vitoria a que elabore y remita a la Cámara un plan de emergencia referido a los botellones. El asunto parece, así las cosas, grave. En Barcelona, tan lejos y tan cerca del Bocaccio, los disturbios originados por la moda de beber al aire libre en compañía de otros se saldaron con 54 detenidos y 69 heridos (la mitad, policías) este fin de semana. En Granada, el Ayuntamiento optó por acondicionar un recinto con carpas, es decir, unirse al botellón ante la imposibilidad de luchar contra él sin recurrir a la caballería. Se reunieron 25.000 jóvenes y parece que no ha habido bajas. ¿Qué hacer? Y, sobre todo: ¿cuál es el mensaje que podemos leer dentro de la botella?

Se supone que dentro de la botella debe haber un mensaje. Se supone. Pero quizás es mucho suponer. Las copas están muy caras en los bares, dicen los jóvenes. No hace falta pedirles que lo juren. La mayoría viven en casa de sus padres, estudian, son chavales normales y corrientes, y muy pocos (de eso estoy convencido) podrían ni querrían trasegar ni la mitad de alcohol que trasegaban en una sola noche Jaime Gil, Goytisolo o Barral en el Bocaccio. Parece exagerado y, sobre todo, hipócrita, rasgarse las vestiduras y hablar de salud pública y emergencia social. ¿Qué sucede en las fiestas de Pamplona, Bilbao, San Sebastián, Vitoria? ¿No son en gran medida macrobotellones auspiciados y organizados por los ayuntamientos para solaz del pueblo? "El poteo es cultura", afirmaba hace años un concejal (de Cultura, lo juro) de mi ciudad.

Se trata, me parece, de un problema numérico y de tráfico (también de aparcamiento), pero no de un problema político o social. Un problema social (y moral y, sin ninguna duda, de salud mental) ha sido en este país el de los jóvenes intoxicados por un patriotismo que los ha convertido en delincuentes, cuando no en asesinos. Durante muchos años, la juventud "alegre y combativa" formó parte del producto interior bruto (y nunca mejor dicho) del país de los vascos. Eso sí era un problema (ojalá no lo sea todavía) como para pedir al Parlamento un plan de emergencia.

Nuestros botelloneros, es verdad, podrían imitar a los jóvenes franceses que claman en las calles de París contra los contratos-basura. Quizá algún día lo hagan. Ese día nuestros políticos añorarán, seguro, los macrobotellones.

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