Collserola
Collserola también ha cambiado muchísimo desde 1992. La construcción de la Ronda de Dalt supuso una convulsión para el macizo, fácilmente accesible a partir de entonces desde cualquiera de las tres áreas -Barcelonès, Baix Llobregat y Vallès Occidental- que delimitan sus 11.000 hectáreas de superficie (8.000 de parque natural).
El acceso en los ferrocatas desde la plaza de Catalunya ha experimentado algunas mejoras notables: expendedores ultrasónicos de billetes, puertas y ascensores para facilitar la entrada de bicicletas, convoyes bien señalizados y confortables, etcétera. Por encima del paseo de la Bonanova, más allá de la parada de Sarrià, el paisaje parece haberse detenido en la noche de los tiempos. La zanja de la vía deja a lado y lado huertos y jardines sin concluir, trasteros abandonados sin mantenimiento alguno, despedazados anfiteatros de una burguesía negligente. Pero en Peu del Funicular se entra sin transición en la dimensión olímpica, el nuevo escenario de la Barcelona del cambio de siglo. El apeadero está diseñado con la pulcritud de una socialdemocracia escandinava. El cambio del tren al funicular es rápido y cómodo, facilitado por un nuevo y providencial ascensor. La parada en la carretera de las Aigües está perfectamente habilitada para las dos ruedas.
El paseo hasta el otro funicular, el del Tibidabo, proporciona una vista a vuelo de pájaro ideal para el urbanismo de aficionados que tanto gusta practicar a los barceloneses. Entre pinos, almeces, cipreses, algún laurel, chumberas, pitas, mimosas y retama, se descubre la ciudad inquieta y canalla que castiga su pulmón verde con tumores especulativos de los que ya no sanará. Por encima de la Torre Bellesguard de Gaudí y el cementerio también modernista de Sant Gervasi, el complejo imponente de Torre Vilana se mete en la misma ingle de la sierra. Tal vez sea el caso más vistoso del acoso urbanístico que sufre el parque, pero desde luego no es el único, tal como se ha informado ampliamente en días pasados en estas mismas páginas. La aprobación en 1987 del Plan Especial de Ordenación y Protección del Medio Natural de Collserola, suscrito por los nueve municipios colindantes -Barcelona, Esplugues, Sant Just, Sant Feliu, Molins de Rei, El Papiol, Sant Cugat, Cerdanyola y Montcada i Reixac, en sentido horario-, ha servido para evitar males mayores, pero la desaparición, por esa misma época, de la Corporación Metropolitana dejó a tres millones de ciudadanos sin órgano de coordinación de sus políticas locales.
Desde esta carretera de la que en tiempos partían las canalizaciones para abastecer de agua a los barrios inferiores se aprecian con detalle los efectos devastadores de esta insensata falta de regulación. Parecía que la ronda iba a ser la encargada de trazar la nueva frontera, la línea imaginaria de montaña de la Barcelona olímpica, cuando lo cierto es que por encima de ella se ha edificado una barbaridad en el último decenio. En Can Caralleu, por ejemplo. Hace dos décadas era todavía un precario suburbio nacido de la autoconstrucción, sin el mínimo exigible de servicios. Ahora ha pasado a ser un barrio residencial que hospeda a profesionales de nivel medio alto: periodistas, profesores universitarios, artistas. Así ha ocurrido en general con numerosas torres antiguas o de nueva edificación diseminadas entre la espesura, a un lado y a otro de esta carretera de nombre líquido que antaño marcaba los veranos de nuestros abuelos, dos o tres grados centígrados más frescos que los del centro de la ciudad. Hoy aquellos veranos se han convertido en condición permanente para los afortunados habitantes de Collserola.
De vuelta a la estación intermedia del funicular, queda todavía tiempo para ahondar un poco más en la nostalgia subiendo hasta Vallvidrera, tan sola desde que ya no está Manolo Vázquez Montalbán para recordarla. La torre tecnológica que tan cordialmente odió el escritor sigue ahí, como un gigante cautivo, marcando la difícil convivencia entre el espejismo de 1992 y la historia irrecuperable de las viejas villas con nombres de mujer donde las horas transcurrían a la sombra de las moreras. En una de esas villas, junto a la estación, se lee el siguientes poema, esgrafiado sobre la fachada en un conmovedor catalán prefabriano: "Depressa fugen les horas,/ depressa i no tornan més./ Aprofita l'hora dels encants primers,/ aprofita l'hora que no torna més". No han de volver los veraneos modernistas, y tampoco la ilusión espasmódica que embarcó a la ciudad en su penúltimo gran sueño. El verso parece el mejor epitafio para un barrio de montaña hoy convertido en gran parte en residencia privada para la tercera edad. Tomándose un aperitivo en recuerdo de M. V. M. en la Antigua Casa Trampa, junto a la carretera que desciende hacia Les Planes, este cronista cae en la cuenta de que los rostros andinos que ha visto en el funicular, por la calle y en el bar son de empleados del próspero sector geriátrico de la zona. Collserola les pertenece: ellos dan consuelo a los ancianos, como la sierra, pese a todos los cambios, sigue alimentando piadosa nuestro tenue imaginario bucólico.
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