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Columna
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No en mi nombre

¿Empiezo justificándome? ¿O a estas alturas de la biografía ya no son necesarias según qué presentaciones? Porque así lo creo, no empezaré recordando mi papel comprometido en la lucha por los derechos de la mujer. Como tantas otras mujeres que han vivido este momento de la historia, formo parte de un colectivo humano que ha luchado, se ha indignado, ha reivindicado y, finalmente, ha conseguido consolidar derechos injustamente negados a la mujer. Nos queda un largo trecho y aún nos falta cambiar completamente el paradigma cultural del patriarcado, pero es cierto que las mujeres hemos hecho pasos de gigante en el campo del derecho. Pasos de gigante en según qué países, porque no podemos olvidar ni un instante la situación de esclavitud de millones de mujeres musulmanas ni la degradada situación de la mujer en África y en Suramérica. No. Ni creo que la mujer tenga ya consolidados sus derechos, ni me parece ésta una lucha acabada. Al contrario. En momentos como los actuales, cuando el nivel de sensibilidad ciudadana empieza a ser notable, es cuando los movimientos sociales reivindicativos tienen que estar más atentos. Podría parecer que ya no hace falta continuar luchando, y ésa sería una trampa mortal.

Dije que no me justificaría y me temo que lo he hecho. ¿Tan difícil resulta ejercer la autocrítica? "Eres valiente", me comenta mi amiga Magda Oranich a la salida de un debate sobre la cuestión en los Els matins, de TV-3. ¿Valiente porque hago un análisis crítico del feminismo? ¿O valiente porque nuevamente me sitúo fuera de ese agujero negro que resulta ser la corrección política? En fin, mi madre diría que no soy valiente, sino irresponsable, pero ése es otro cantar. Lo cierto es que creo necesario alertar sobre algunas cuestiones que me inquietan y que no tienen que ver con la lucha por los derechos de la mujer, sino con los abusos que esa lucha podría generar. Empiezo por lo más anecdótico, el numerito montado por nuestras diputadas de la izquierda en el Congreso de Diputados. Personalmente Eduardo Zaplana me parece prepotente y desagradable, con aires de nuevo rico -no en vano, el diputado valenciano Andrés Perelló comenta que el personaje lleva encima, en ropa, el sueldo de un año de jubilado de su abuelo- y con una tendencia a la intolerancia que parece marca de la casa. No sé si es machista, aunque tiene el aire. Pero su intervención del otro día no fue un ejemplo de machismo, sino de imbecilidad supina, muy en la línea del personaje. Y la respuesta de la vicepresidenta fue, en este sentido, brillante. Sin embargo, ese numerito de diputadas haciendo plantón, subidas a la altura de su ofendida dignidad, me pareció sobreactuado e innecesario. El machismo es algo demasiado serio, que ha generado mucha maldad y mucho dolor, y que no puede convertirse en moneda de cambio parlamentaria cada vez que tenemos ganas de salir en la foto. Todo ello muy frívolo, en el mejor de los casos.

En este ambiente de mujeres al poder -y ya era hora-, convertidas en lobby social y político, y capaces de influir decisivamente en las leyes, ¿se nos puede ir la mano? ¿Podría ocurrir que, en nuestra lucha contra la injusticia endémica que han padecido las mujeres, cometiéramos sutiles injusticias contra los hombres? Podría ocurrir y así lo creo, y porque lo creo, reflexiono sobre ello en voz alta. Las mujeres no estamos en guerra contra el sexo masculino, sino en lucha por unas leyes más justas que no nos discriminen. Por el camino, tenemos que alzar banderas de solidaridad, también con los hombres discriminados por su condición. Hablo de padres, por ejemplo, padres que luchan por ver a sus hijos y que, sin tener otra culpa que su condición masculina, viven auténticos calvarios. Ya sé que la mujer maltratada y abandonada es, en la casuística del horror, la absoluta mayoría. Pero también es cierto que en el ambiente actual la mujer tiene más bula que el hombre en cuestión de hijos, es mucho más escuchada y, ante la duda sobre maltrato, la carga de la sospecha cae sobre el hombre. También lo es que algunas mujeres -espero que una rotunda minoría- usan la actual sensibilidad para dañar a sus ex parejas con denuncias falsas. Y generalmente ello, que causa un gran dolor a los hombres denunciados, queda impune.

Estos días hemos vivido el caso de la pequeña Alba, en lucha con la vida por mantenerse viva. Su calvario ha sido nuestra vergüenza, y la cadena de errores judiciales, fiscalía incluida, merece constar en el podio de los despropósitos. De entre todos los errores, especialmente sonora es la constante que todos los juzgados fueron siguiendo: creer a la madre de Alba a pies juntillas, sin ir más allá de sus propias denuncias, sólo porque era mujer y era madre. ¿Cómo es posible que, ante un politraumatismo grave, fruto de un maltrato probablemente reiterado, la madre acuse al padre, y la policía lo dé por bueno, y no investigue más a la mujer? ¿O es que una mujer no puede ser maltratadora? Desgraciadamente, éste no sería el único caso que personalmente conozco, tanto de maldad femenina como de impunidad gracias a la condición de mujer. Se diría que la policía teme no creer a una mujer cuando denuncia a un hombre, de manera que, por el camino de luchar por la verdad, hemos generalizado la sospecha masculina. ¿Ése es el clima que buscábamos? ¿Convertir al hombre en sospechoso? Sé que no, y por ello es importante reflexionar al respecto. Las mujeres sabemos lo que es sufrir, por haber nacido mujeres en sociedades de dominio. Porque lo sabemos, luchamos y transformamos la sociedad. De ahí que tengamos que ser las primeras en corregir las desviaciones que nos apartan de nuestro único objetivo. Y no lo olvidemos. Nuestro objetivo no es hacer daño al hombre. Nuestro objetivo es una sociedad justa.

www.pilarrahola.com

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