La noche adolescente
Según un estudio realizado por el Observatorio Vasco de la Juventud, el 38?4% de los jóvenes vascos de 15 a 19 años regresa a casa los fines de semana entre las 4 y las 7 de la mañana. Además, si bien no todos se retiran a casa a horas tan tardías, el 69% de los jóvenes en esa franja de edad salen por la noche los fines de semana. Aunque el estudio no habla de ello, es posible que esos hábitos nocherniegos de fin de semana estén relacionados con el incremento en el consumo de alcohol entre nuestros adolescentes, tendencia de la que advertían otras encuestas recientes. Y si atamos entre sí encuestas y estudios, y titulares de prensa con titulares de prensa, podemos llegar a conclusiones que nos presenten un panorama desolador del mundo de nuestros jovenzuelos. Mírense ustedes ahora al espejo y consuelen las arrugas de su rostro con un tranquilizador denuesto. Díganse, por ejemplo, que sus años de juventud fueron mucho más sanos y que el mundo nada o poco puede esperar de estos nuevos jóvenes. También las arrugas fijan criterios de opinión.
Recuerdo cuando unos amigos míos de la infancia -no tendrían más de 10 o 11 años- se escondían bajo una barca varada a fumar sus cigarrillos. A veces, lo que fumaban no era sino una colección liada de restos de colillas que habían ido recogiendo. No estaban descubriendo nada nuevo. Hacían, nada más, lo que sabían que iban a terminar haciendo y su osadía se limitaba a adelantar los acontecimientos y a romper una prohibición que sólo establecía un límite de edad. El tabaco, el alcohol y la noche pertenecían al mundo de los mayores, un mundo prometido, aunque todavía vetado, y los niños probaban su propia hombría jugando a transgredir el límite.
Su hombría, digo, porque esa meta trinitaria era, entonces, cosa de hombres y no de mujeres, o si nos atenemos al prejuicio, podía ser cosa de hombres honestos y de mujeres...que no lo eran tanto. Precoces aprendices de hombres, los jovenzuelos bebían, fumaban y trepaban a la noche, y no necesitaban esperar a ningún Kilometroak para agarrarse una cogorza de iniciación. Los quince años podían ser una buena edad para ello, y una romería o una fiesta de cumpleaños ocasión más que idónea. Para chiquitear no precisaban criar bigote, y es que, por aquel entonces, a los quince años muchos, muchísimos jovenzuelos trabajaban ya y habían pasado a ser unos hombrecitos. Su iniciación la hacían sin reparos, ya que no menudeaban tanto las estadísticas y no tenían ocasión para alarmarse de sus maravillosos hábitos. Quien tenía motivos para alarmarse era, más bien, quien no los practicaba, pues los números cuando se publican alarman muchísimo, pero cuando no aparecen en papel impreso absorben como una ventosa de delicias.
Ignoro si las noches actuales son más populosas que las de hace treinta años. Ya no las frecuento, y dudo de que haya datos fidedignos para poder establecer comparaciones estadísticas. Sí tengo la impresión de que la edad de acceso a la noche se ha adelantado, de que la noche es más joven que nunca. Antaño, un quinceañero podía beber ya como un cosaco y fumarse un par de cajetillas diarias, pero la noche, ¡ah!, la noche sólo la tenía accesible de pascuas a ramos. La noche era un antro del silencio o la caverna del vicio, en ningún caso un lugar abierto por el que se pudiera transitar entre luces de neón. Podía ser también un refugio para las intimidades, una zona de escape para las conspiraciones del acné, una conquista arduamente lograda. Pero la noche de la fiesta tenía sus limitaciones, y la noche continua, desde luego, no existía. Se podía deambular por ella, aunque su opacidad seguía perteneciendo al mundo de los mayores. Era, todavía, el otro lado de la vida. Era oscura.
Tengo la impresión de que se ha vuelto clara. Una especie de prolongación del día, de la que no nos muestra ya su lado oscuro, sino sólo su lado ocioso. Como empujada por la semana laboriosa, la noche se concentra y se convierte en plaza pública, de la que no están excluidos los excesos. Es improbable que ese 69% de jóvenes que dicen salir a la noche todos los fines de semana lo haga en busca de gresca, y es posible que tampoco tengan ese objetivo todos los que alargan las horas nocturnas hasta el amanecer. Sin embargo, cuando la socialización requiere de la fiesta, los excesos son inevitables y los riesgos de contaminación mimética de los más jóvenes evidentes. Expropiada a los mayores, la noche se ha convertido en un ámbito en el que los más jóvenes manifiestan sus debilidades y deficiencias. También sus virtudes, y convendría separar el grano de la paja. Pero lo que llama la atención es que hayan hecho de ella su tiempo sagrado, el momento ansiado -¿el único?- para ser felices. Da que pensar.
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