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Columna
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Los espacios públicos de la cotidianidad / 2

En los años cincuenta y sesenta el otro gran componente de estos espacios fueron las librerías, en particular las pequeñas de los barrios así como los grandes templos del texto. Ambos desempeñaban una función esencial no sólo de información y pedagogía sino para la creación de comunidades de interés. Recuerdo una librería-quiosco en la calle de Caulaincourt, en Montmartre, donde compraba los diarios a mediados de los sesenta y cuya propietaria nos comentaba las novedades editoriales. Allí establecí una serie de relaciones que me han acompañado durante largo tiempo. Y no digamos nada de las tertulias apasionantes que se iniciaban en PUF y en La Joie de Lire, en este último caso a la sombra de la personalidad excepcional de François Maspero y de Antonio Pérez, a los que no hemos rendido el homenaje que merecían por su generosidad y por permitirnos despojarles del libro que nos interesaba. Tertulias que se continuaban en el café Capoulade o en el Petit Cluny y que me recordaban nuestras recaladas madrileñas -diez años antes- en el café León o en el Gijón después de haber encontrado a Luis Martín Santos, a Francisco Pérez Navarro y a Juanito Benet, que venían de discutir en Buchholz con la omnisciente Gerda sobre el último Sartre o el penúltimo Faulkner y de intentar convencerla de las excelencias del bajorrealismo que habían alumbrado. En la dictadura retomábamos fuerzas y libros en Fuentetaja donde Jesús Ayuso oficiaba con maestría y llegada la transición contamos con Chus en Visor para no perdernos en la turbamulta de las publicaciones revolucionarias. Estas dos últimas librerías quedan pero todas las demás han desaparecido, sustituidas por las multinacionales del libro y la espectacularización mercado-técnica de sus best sellers por encargo. Pero las FNAC no han sido lo peor, sino la macabra contabilidad de las librerías difuntas, transmutadas en zapaterías y tiendas de ropa.

Con todo, al socaire de la cultura y de sus estribaciones turísticas, algunos cafés privilegiados han logrado resistir, lo que obliga a volver a ellos. En París, comenzando con el café Procope, el primero de la ciudad, escenario del último encuentro entre Danton y Robespierre, donde Benjamin Franklin redactó su Constitución, que fue antes cenáculo de los enciclopedistas Diderot y Voltaire, y que nos lleva de la mano a la saga cafeística del existencialismo que sigue siendo una referencia dominante. Sus dos grandes protagonistas, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, convencidos de que la intencionalidad de Husserl ha puesto definitivamente fin al hombre interior, instalan sus vidas en la exterioridad más radical, la física, y hacen de calles, plazas y jardines, cafés, hoteles, bares, su aposento más permanente. Cuando en 1930, en el jardín del Carrusel, concluyen un primer "contrato de arrendamiento mutuo de sus personas" por dos años, que renovarán hasta su muerte, lo hacen acampar en París, la ciudad necesaria, en la que han nacido, viven y morirán. Su primera localización se sitúa en el triángulo que va desde la Rue de Rennes al jardín del Luxemburgo y a la plaza del Panteón y que une dos espacios eminentemente sartrianos; el Barrio Latino y Montparnasse. La pareja comienza viviendo, aunque nunca juntos, en diversos hoteles de este último -el Royal Bretagne, en la Rue de la Gaité; el Mistral, de la Rue de Cels; el Louisiana, de la Rue de Seine- y haciendo del café de La Rotonde y del Dôme, actores principales de la novela de Beauvoir L'invitée y del relato de Sartre Intimité, sus gabinetes de estudio y su plataforma de lanzamiento social. La guerra se acerca y con ella la movilización de Sartre que pondrá fin a la primera fase montparnasiana de la pareja. En Le Sursis, Mathieu, el protagonista se desplaza desde Le Dôme a los Deux Magots prefigurando lo que sería para ellos la aventura existencialista de Saint Germain des Prés.

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