El ciclista del capitel
Lo común y corriente en los capiteles de las columnas son los pámpanos, acantos, o ángeles y demonios y otras floraciones de la imaginación más o menos caprichosa del artista picapedrero, pero pocas veces se ve, como en la casa Macaya del paseo de Sant Joan, allí donde La Caixa tenía la sede de exposiciones antes de trasladarla a la fábrica Casarramona, la rara floración de un payés montado en un burro y tocado con barretina. En el capitel de enfrente está petrificado un ciclista en plena pedalada. El ciclista se cubre con un elegante canotier. Se trata, me dicen, de la efigie del genial Josep Puig i Cadafalch, arquitecto juvenil y moderno que mientras construía esa mansión tenía en marcha otras edificaciones en Barcelona -la misma fábrica Casarramona, o Els 4 Gats, o Les Punxes- y se desplazaba en bicicleta entre sus diferentes obras. Parece que la iniciativa de inmortalizarlo en esa cómica contradicción de la forma tradicional y el ornamento moderno, de la estática del material y el dinamismo del motivo, fue del escultor Eusebi Arnau, que trabajó mucho con Puig i Cadafalch y también con Domènech i Montaner.
En el capitel se ve la efigie de Puig i Cadafalch en bicicleta
Canet de Mar cuenta con un importante patrimonio modernista
El restaurante Sant Jordi homenajea a Montserrat Caballé
Como el uno fue alumno del otro, no siempre es fácil para el profano estar seguro de quién proyectó cada edificio. Tampoco colabora a diferenciarlos esa superabundancia de sus nombres y apellidos, tan catalanes además. Son dos, pero parecen un batallón de arquitectos: Josep Puig i Cadafalch y Lluís Domènech i Montaner. ¿Y por qué no Puig i Montaner y Domènech i Cadafalch...? No me hagan caso. A propósito de Domènech i Montaner, el pueblo de Canet de Mar, donde estuve el otro día, cuenta con un notable patrimonio arquitectónico modernista, del que destacan varias de sus edificaciones, pues su madre nació allí y allí él tuvo taller. Entre aquéllas, el edificio de ladrillos que ahora es el restaurante Sant Jordi. Creo que nunca había cenado en un salón tan imponente, tan fuera de lo común, como ese comedor modernista exquisitamente conservado hasta el último detalle, desde los vitrales y la cubertería hasta las mesas y sillas, las lámparas y la imponente chimenea. Fue como volver a principios del siglo XX.
Pero ese viaje en el tiempo había empezado nada más cruzar el dintel, pues en la entrada se ha dispuesto una pequeña capilla de adoración a la soprano Montserrat Caballé. En las paredes hay fotos dedicadas, algunos otros recuerdos y un armario de puertas abiertas, a modo de vitrina para un maniquí, donde se exhibe el vestido de reina que la diva lució en una velada triunfal representando a Isabel I de Inglaterra en el Roberto Devereux de Donizetti: "Oh giorni avventurati, oh remembranza, un sogno d'amore la vita mi parve..." (oh días afortunados, oh recuerdos, la vida me parecía un sueño de amor). El sacerdote de este templo y dueño del restaurante es Jordi Suriñà, amigo personal de Montserrat Caballé y coleccionista de todas las reseñas y críticas que se han hecho sobre ella, que conserva en abultados álbumes. Mediados los años sesenta, este señor Suriñè no era aún un gran restaurador; tenía una empresa de bisutería y complementos de moda especializada en alta costura, y su admiración por la primeriza cantante, que acababa de deslumbrar al Carnegie Hall sustituyendo a la oportunamente indispuesta Marilyn Horne, le llevó a confeccionar para ella unas joyas gratis et amore, ars gratia artis, arte sólo por amor al arte. Así la conoció, trabaron amistad y desde entonces y durante décadas se encargó de sus joyas y vestidos. Suriñà tuvo el privilegio, incomparable para los aficionados al bel canto como él, de acompañar a la diva por todos los teatros de ópera del mundo colaborando en sus éxitos y disfrutando entre bastidores de sus interpretaciones.
El vestido en su maniquí sin cabeza, entre las puertas abiertas de ese armario de época, produce una fuerte impresión, como si hubiera llegado hasta allí por un túnel del tiempo, desde aquella remota, inolvidable velada. Observando ese vestido de la reina Isabel I me parece percibir la música de orquestas y cantantes del pasado, que llega amortiguada, como procedente de un transistor entre algodones, tal como Jack Torrance (Nicholson) escuchaba música de baile de los años treinta en el cuarto de baño de El resplandor. La próxima vez que vaya al restaurante tengo que preguntarle a Suriñà cómo conoció a Terenci, que adoró como él a Caballé y la ópera en general, a cuyos aspectos más melodramáticos y guiñolescos dedicó aquella novela, Amami, Alfredo, que incluye una tronchante representación de Salomé en La Fenice de Venecia, con cuyo relato he levantado más de una sobremesa. A la Caballé algunas veces la he escuchado en el Liceo, y hasta la entrevisté en su camerino del Teatro Real en Madrid, cuando iba a interpretar Tristán e Isolda, pero donde me impactó de verdad fue en un televisor; el aparato presidía la sala de un hotel desastrado de Chisinau, Moldavia, de donde no habíamos sido capaces de salir en una semana, y entonces ella apareció en la pantalla con Freddy Mercury, cantando ambos, con energía inaudita, alucinatoria, Barcelona.
museosecreto@hotmail.com
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