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Área metropolitana de Barcelona

La Associació Consell de Cent reúne periódicamente a los ex concejales del Ayuntamiento de Barcelona para opinar sobre política municipal. Es a la vez un club privado discontinuo y un ágora autoformativa, pero también extravertida en sus modestos límites. Es decir, una especie de ateneo virtual y sincopado. Quizá por esta aproximación, un grupo de la asociación, bajo la batuta de su presidente, Joan Torres, escogió al Ateneo Barcelonés para debatir una de sus últimas ponencias: el área metropolitana de Barcelona, su organización territorial, administrativa y urbanística, es decir, su posible estatus político.

Desde que la Generalitat anuló la Corporación Metropolitana en 1987, se ha mantenido una discusión apasionada sobre cómo afrontar urbanísticamente la conurbación barcelonesa. Mientras tanto, el territorio ha seguido degradándose y se ha convertido en un inmenso suburbio, un espacio sin urbanidad y con deficientes medios de comunicación rápida hacia las áreas centrales, con lo que menguaría un poco el desierto social y físico del conjunto. Y el concepto de área metropolitana se ha ido ampliando sin establecer demasiadas jerarquías entre las sucesivas coronas de Barcelona. La comarca del Barcelonès abarcaba cinco municipios, con 2,13 millones de habitantes; la Entidad Municipal Metropolitana (Plan General Metropolitano de 1976) abarcaba ya 27 municipios, con 2,83 millones de habitantes, y ahora se habla de un área metropolitana con 163 municipios (siete comarcas) y 4,23 millones de habitantes, más de la mitad de Cataluña. Esta enorme extensión no es planificable en términos urbanos y, en cambio, sí lo son los territorios que limitan más directamente con el área central, no sólo por su proximidad, sino por su topografía, su historia y su realidad física. No conozco los propósitos definitivos de la Administración respecto a esta distribución territorial, pero me temo que siga con la inercia de dos errores básicos.

El primero es el de considerar el amplio entorno barcelonés como un espacio homogéneo. En la época de Cerdà se reconocía que el territorio propiamente urbano alcanzaba de mar a montaña y de río a río. Ahora, con la incorporación funcional y paisajística de los ríos, hay que aceptar un territorio más amplio, marcado por la orografía: de mar a montaña, pero de Castelldefels a Montgat; es decir, la ciudad de la llanura litoral. Las relaciones territoriales dentro de esta llanura pueden tener una normalidad urbana: no es lo mismo la pertenencia barcelonesa de Cornellà, L'Hospitalet, Sant Adrià de Besòs o Badalona que la de Vilafranca, Martorell, Terrassa o Granollers, y no digamos ya los municipios más interiores. Los urbanistas Josep Parcerisa y Maria Rubert se refirieron en el Ateneo a esa ciudad litoral como un espacio en el que todavía las relaciones se pueden expresar en términos urbanos. Pero para hacer posible esta ciudad hay que empezar con unas agregaciones parecidas a las de finales del siglo XIX (Sants, Les Corts, Sant Gervasi, Gràcia, Sant Martí, Sant Andreu) y principios del XX (Horta, Sarrià), con las mejoras impuestas por los criterios de descentralización, es decir, sin perder la autonomía representativa de cada sector. Así, la gestión urbanística alcanzaría la coherencia indispensable para construir ciudad en contra de la diseminación que hoy prevalece en toda el área. La capacidad residencial y productiva de esta llanura litoral puede ser tan importante que resuelva, de momento, las necesidades de nueva urbanización, liberando así a los municipios del interior de las actuales sobrecargas y permitiendo un nuevo orden paisajístico. Pero la oposición a estas agregaciones con argumentos de micropatriotismo y con temores fiscales de poca monta es muy potente. Y si no se supera, se cometerá el error de unificar los sistemas de planificación abstracta, cuantitativa, no proyectada, en todos los territorios sin resolver el desorden del primer entorno de Barcelona.

El otro error que se insinuó en la reunión del Ateneo es que todo el sistema territorial parece organizarse como base de un método de planificación que se muestra ya anticuado e ineficaz: el de los viejos planes generales. Hay que pensar ahora en otros instrumentos urbanísticos. Tenemos que reconocer que la peor destrucción del territorio catalán se ha producido cuando todos los municipios y casi todas las comarcas han tenido aprobado su plan. Los planes, pues, no son eficaces, ante todo por razones políticas -entre ellas, la presión especulativa legalizada y la discontinuidad en su aplicación obligatoria-, pero también por dos problemas de método. El primero es la prioridad casi exclusiva que suele concederse en estos documentos al sistema viario y a la zonificación, dos factores que tienden a negar la calidad urbana y, por lo tanto, a favorecer lo suburbial. La segunda es la persistencia de un sistema de planificación ingenuamente deductivo que empieza con visiones enfáticas y metafísicas de las grandes áreas para llegar al final a las precisiones sobre problemas reales. Hay que pensar en otros itinerarios que vayan de las realidades concretas hasta el resumen coherente de todas ellas. Es decir, entender el plan no como un punto de partida, sino como un resumen final, aunque sea provisional. Sin duda, para ello hay que cambiar los habituales sistemas de planificación y empezar con propuestas de proyectos que organicen núcleos urbanos factibles a partir de los asentamientos reales.

Es decir, antes de discutir sobre territorios y entidades reguladoras, habría que fijar criterios sobre políticas urbanas y métodos proyectivos. Éste es el momento para revisar a fondo el sistema de planificación, si es que el nuevo Estatuto todavía nos lo va a permitir.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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