El andar cojo de las autonomías
Algo habré hecho mal para que Joaquín Dodero suponga (La liberalización de las ITV, EL PAÍS, 1 de marzo) que tengo la intención de atribuir "a los funcionarios públicos unas potestades para cometer irregularidades otorgando concesiones administrativas, unas facultades de toma de decisiones discrecionales y arbitrarias que en ningún caso nos confiere la legalidad vigente en materia de seguridad industrial e ITV". Si lo hubiese hecho, dada mi condición de funcionario público, me habría comportado como el que tira piedras contra el propio tejado. Y aunque nadie está libre de caer en la obcecación o en locuras temporales, prefiero pensar que algo habré dicho mal que se ha prestado a esa confusión.
El artículo de Joaquín Dodero, funcionario del Departamento de Trabajo, Industria, Comercio y Turismo de la Generalitat, respondía a uno mío (EL PAÍS, 21 de febrero) en el que, bajo el título De concesiones y corrupciones, exponía mis recelos ante los poderes "concesionales" de los gobiernos. La razón es muy sencilla: la concesión a una persona o una empresa para desarrollar en régimen de exclusividad o de monopolio una determinada actividad, ya sea una ITV o un estanco, siempre incorpora un elemento de discrecionalidad, de apreciación subjetiva, por parte del que concede, en este caso un gobierno u organismo administrativo.
Discrecionalidad no es, en principio, sinónimo de corrupción, sino -de acuerdo con el diccionario de Maria Moliner- de cosa no regulada con precisión, de modo que se deja a la discreción de la persona o autoridad la de aplicar o utilizar con prudencia sus facultades discrecionales. Y es evidente que, en ocasiones, la discreción se transforma en arbitrariedad. Para comprobarlo, sólo hace falta ver los ejemplos que menciona Dodero en su artículo.
El régimen general de las actividades económicas debe ser el de la libertad, tanto para montar una empresa de fabricación de yogures o cerveza como para una ITV. Y cuando en esas actividades haya algún bien público que proteger, como puede ser la seguridad alimentaria o la seguridad vial, las competencias de la Administración han de ser las de autorización y control. Si una persona quiere arriesgar su capital y su trabajo en montar una empresa para fabricar yogur y cumple todos los requisitos técnicos y económicos establecidos para llevar a cabo esa actividad, las únicas facultades gubernamentales y administrativas deben ser las de autorizar esa actividad y su control posterior, con la posibilidad de sanción o cierre de actividad si se comprueba que no se cumplen las condiciones establecidas.
Cuestión distinta es que, como señala Joaquín Dodero, tanto el sistema de autorizaciones como el de concesiones puedan conducir a una situación en la que una empresa (monopolio) o muy pocas (oligopolio) se hagan con el mercado de yogures o de ITV. No lo discuto. Pero aun en ese caso hay un fuerte argumento a favor de las autorizaciones: si el oligopolio es muy rentable, es probable que a otros empresarios o inversores les atraiga entrar en esas actividades, sin para ello tener que depender de que la Administración otorgue la concesión correspondiente.
Para exponer mi posición recelosa sobre el poder concesional de los gobiernos partí, a modo de simple recurso retórico, de lo que está ocurriendo en Canarias con el llamado caso Eolo, de concesiones para parques eólicos, y con el caso Telde, de comisiones por concesiones de obras públicas. A Joaquín Dodero le parece "desafortunada" esa referencia. En modo alguno pretendía, como ya decía en mi artículo, sugerir que eso sólo pasa en otros lugares. Todo lo contrario. Podría haber cogido como ejemplos "las anomalías detectadas en la gestión de las concesiones de ITV y de entidades de inspección y control (EIC)..., y (de) las irregulares prórrogas de las concesiones llevadas a cabo por el Gobierno de CiU en plena precampaña electoral...", a las que él se refiere en su artículo. En todas partes cuecen habas, y en nuestra casa a montones.
Pero más allá de estos casos concretos y del debate que en este momento existe en la Generalitat acerca de cómo orientar la futura ley de seguridad industrial, sobre el que Dodero expone unos argumentos razonables, lo que pretendo señalar es que los gobiernos autónomos y locales se enfrentan a un serio problema: el aumento de la corrupción. No se trata de una opinión subjetiva. Es la conclusión que extrae para el caso de España el Informe global de la corrupción 2006, elaborado por la ONG Transparency Internacional, en una iniciativa orientada a mejorar la calidad de la democracia en el mundo (www.transparencia.org.es)
Una de las causas de que la corrupción esté aumentando y haga que nuestro país descienda en el ranking internacional sobre corrupción es que los gobiernos autónomos y locales están caminando con un andar cojo. La descentralización política y administrativa que ha tenido lugar a lo largo de los últimos 25 años de democracia ha aumentando considerablemente sus competencias de gasto y de intervención económica. El ejemplo paradigmático es el urbanismo. Pero ese poder de intervención no ha venido acompañado de sistemas de control, de responsabilidad y de transparencia. Es como si a una persona se le hubiese desarrollado muy fuerte una pierna mientras que la otra quedaba raquítica. El andar sería penoso.
No se trata sólo de que se pueda llevar al Gobierno y a la Administración ante los tribunales. Se trata fundamentalmente de que los gobiernos autónomos y locales tengan la obligación legal de responder a todas las consultas y peticiones de información que se le hagan. Es decir, de instaurar un derecho jurídico eficaz de acceso a toda la información y documento oficial. Esta sí sería una gran tarea modernizadora del tripartito. Una ley de transparencia, como la que hace un año se puso en marcha en el Reino Unido, que fomente el buen gobierno. Mientras tanto, lo mejor es no abusar de las concesiones.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
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