'Tur-mix'
Es muy difícil ejercer un juicio crítico acertado sobre unas obras como las que presenta Suling Wang (Taiwan, 1968), sobre todo teniendo en cuenta que se mezclan en esta pintora lo que parecen ser rasgos de la cultura oriental con una educación artística adquirida en dos de las más prestigiosas escuelas de Londres. Si parece imposible llegar a conocer lo suficiente sobre nuestra propia cultura, con el fin de saber dónde nos encontramos en cualquier rama del saber, es del todo imposible comprender además sobre otras, distantes y diferentes, lo suficiente como para poder enjuiciar sus últimos productos. ¿Dónde situarse ante las obras de Suling Wang? ¿Se deben ver como orientales o como un producto netamente occidental?
SULING WANG
Galería Soledad Lorenzo
Orfila, 5. Madrid
Hasta el 18 de marzo
Aceptemos que la artista, tal como ella cuenta, es hija de unos campesinos, que de niña hablaba un idioma sin escritura y que, transplantada a la alta cultura de los antípodas, en apenas 12 años desde que empezó a estudiar arte en Londres, ha pasado del feudalismo rural de Formosa a ser "artista emergente" internacional. Parece sacado de un cuento de Kaspar Hausser o del Pygmalion de Bernard Shaw, en versión siglo XXI. Es decir, posee todas las características de un producto del mercado de la globalización. Frente a la idea de que el arte es el fruto más elaborado que ofrece una cultura sobre sí misma, las obras de Suling Wang no parecen hablar desde la sabiduría de la milenaria cultura oriental ni desde la no menos milenaria cultura occidental sino desde las necesidades de un mercado globalizado que ahora necesita vender productos, como dirían los cocineros, de "fusión". Una cocina del tur-mix, aquel aparato que gira (tur) y mezcla (mix). Da lo mismo qué ingredientes se empleen, al final se le puede añadir el sabor local echando unas gotas de jengibre chino, de chile mexicano o de pimentón español. Así, la pintura de Suling Wang resulta de agitar y mezclar grandes gestos curvilíneos de vaga esencia oriental, chorretones y brochazos expresionistas, dibujos de cintas que parecen sacados del art nouveau, diluidas imágenes de ensoñación paisajista, secuencias ópticas de generación digital e incluso se puede encontrar alguna imagen de un vegetal de factura hiperrealista. Estos elementos, abigarrados y superpuestos, aparecen colocados en una especie de espacio surrealista, que se parece a lo que pintaba Roberto Matta.
Hay que reconocer que todo lo pintado y dibujado en los lienzos está esforzada y primorosamente ejecutado, los cuadros son muy vistosos y agradables y, con tanta anécdota plástica, el espectador se puede entretener imaginando, entre sinuosas líneas y desvanecidos colores, vivos pero no estridentes, escenas paisajistas o imágenes oníricas. Incluso, estas pinturas tienen algo de desconcertantes, lo que conviene a toda obra actual, ese desconcierto se basa en la falta de composición jerárquica que permite flotar a todos esos elementos pasados por el tur-mix, lo que puede explicarse con aquella idea de algunos teóricos de la estética del siglo XVIII que atribuían a los jardines chinos el mérito de poseer un orden complejo que el ojo occidental, acostumbrado a las alineaciones, no sabe comprender.
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