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Columna
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Lo implacable

En Málaga, el martes, a las puertas del instituto, el padre de una alumna de 14 años le pegó un cabezazo a un profesor, y el miércoles, a la salida del colegio, un pariente o próximo de un alumno de 10 años le rompió la mandíbula a otro profesor, en Almería. El padre de Málaga dice que el profesor maltrataba a su hija, pero el profesor ni siquiera sabe por qué el padre lo esperaba cerca del aparcamiento, a primera hora, a las ocho y cuarto de la mañana. Cuatro individuos esperaban al profesor de Almería para vengar el castigo sin recreo de un niño que tiraba piedras en el patio. El niño se escapó y fue en busca de los suyos. ¿Pueden evitarse estos delitos? El único remedio inmediato que se me ocurre es la prevención policial, con salidas y entradas especiales para los profesores en institutos y colegios.

Parece poco preciso decir que existe violencia en las escuelas. El barrio de El Puche, en Almería, donde el niño de 10 años vive y tiene su colegio, es duro, violento, de mala vida, y por mala vida no entiendo nada moral, sino, sólo y literalmente, malas condiciones de vida. Las escuelas no son violentas, o no todas las escuelas son violentas. En la ciudad hay zonas más violentas que otras. La escuela quiere ser igualitaria, hacer más iguales a los ciudadanos, todos felices e iguales en la escuela obligatoria y gratuita. ¿Es imposible? El caso es que ni siquiera la escolarización es igual para todos, porque son distintos los colegios, y están en barrios distintos, y luego todos los alumnos, por igual, salen de clase y llegan a sus casas, y las casas también son implacablemente distintas.

Las autoridades piden consideración y respeto hacia el maestro, pero el maestro ha ido cayendo poco a poco en el mismo descrédito que la cultura tradicional, un tostón nada divertido. La urbanidad es un atraso: sólo hace que entres el último en los sitios. Ciertos valores, sin embargo, ciertos principios morales son hoy casi unánimemente compartidos por todas las clases: estamos de acuerdo sobre el fulgor del dinero, la arrogancia y la prepotencia. El espectáculo cultural más compartido es, además de la televisión, el cine americano, es decir, la humillación del enemigo sin perdón ni piedad, la venganza bíblica, vía videoclub. El dinero es lo que verdaderamente da consideración y respeto, y el maestro no es rico.

La educación es obligatoria, y la obligatoriedad la convierte, para algunas familias, en algo parecido al reclutamiento forzoso. Lo que es un derecho, puede vivirse como un asalto, una imposición, una intromisión policial y penal. La violencia no es propia de las escuelas, sino de nuestras ciudades. Cuanto más incómodas sean las calles, más incómodas serán sus escuelas. ¿Cómo se comporta uno en un mundo idealmente igual, en el que están satisfechas las necesidades básicas, si uno llega de un barrio especial, básicamente necesitado y escandalosamente desigual? La desorientación es agresiva, y se producen estos hechos: un cabezazo, un puñetazo a la mandíbula que exige una operación quirúrgica de tres horas. Sale en el periódico, la radio y la televisión, y ya sabe uno cómo comportarse. Ya ha encontrado un modelo de conducta.

¿Pueden nuestras ciudades ser más habitables? Nadie se lo pregunta, porque las grandes cuestiones escolares de los últimos días han sido otras, mucho más espirituales y atentas a un niño imaginario, sin experiencia del mal y en estado de eterno infantilismo paradisíaco: ¿Es adecuado que el niño toque un papel donde se menciona la unidad de España? ¿Debe sufrir un estudiante de bachillerato el dolor de estudiar historia, las maldades del franquismo en Almonte, por ejemplo, o de los antifranquistas en cualquier otro sitio, según el profesor que le toque? Algunos alumnos reciben estos días propaganda para un viaje a Valencia, con el Papa, en julio. ¿Los traumatizará la publicidad apostólica? En estos tiempos convulsos sería conveniente que la familia se reúna en torno al Santo Padre, dicen desde el colegio. No todas las escuelas son violentas.

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