_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Café para todos

El café es el combustible que pone en marcha el motor de la ciudad, un combustible que no contamina el aire y explota en las entrañas de los ciudadanos madrugadores, los mismos que repostarán inevitablemente en la sobremesa, urgidos por la tiranía del horario laboral, o reposados en la placidez de una tarde sin compromisos. El café mantiene encendidos los motores en las noches de vela. Café para todos y a todas horas, nutricio café con leche de la mañana con su acompañamiento de harinas y grasas, horneadas o fritas, café con leche que alimentó a generaciones de poetas famélicos y bohemios sablistas. Café, café, un lujo para los veteranos que aún recuerdan las penurias sucedáneas de la malta y la achicoria. Café proteico: en taza o vaso, solo, cortado, con leche, largo o corto, manchado, americano, carajillo, descafeinado espurio para los que tuvieron que dejarlo por prescripción facultativa; pero incluso estos desheredados tienen elección y los hay irredentos acérrimos de la máquina o del sobre. La multiplicidad de formas crece y se multiplican las franquicias globales, de los cafés étnicos y exóticos, verbigracia de las Montañas Azules de Hawai, a los caprichos de vainillas y chocolates, natas, licores y jarabes. Al café "americano" le llaman en Madrid "agua sucia" o aguachirle; el café energético es el expreso, rápido y concentrado de las cafeteras italianas; el silbido del chorro de vapor provoca reacciones pavlovianas en los cafeinómanos que aguardan a que se despeje el mostrador.

Hora de la merienda en una cafetería del centro: todos los días, al caer la tarde, como bandada de renqueantes palomas, llegan, de una en una, o de dos en dos, a cortos intervalos y ocupan por derecho consuetudinario las dos mesas centrales, no hay parroquiano que resista el acoso visual, el cerco físico al que someten las viejas damas a los intrusos desavisados que ocupan sus puestos. Algunas llegan tirando de sus perrillos, falderos y miméticos, que atan a las patas de las sillas, minúsculos pero feroces cancerberos de la secular tertulia. Son abstemias, no hay más que ver las desaprobatorias miradas que lanzan a sus congéneres, a menudo coetáneas que, encaramadas en los taburetes de la barra, se reconfortan con copitas de anís o lingotazos de whisky, que las hay descaradas. Corre el café de la primera ronda, en vaso, o taza grande, largo de leche, con churros o tostadas embadurnadas de mantequilla y confitura, algunas han pedido sacarina para guardar las apariencias. La parroquiana del abrigo de piel despeluchado comparte un sándwich mixto con el chucho ante las ávidas miradas de sus colegas, que meriendan con las migajas que caen de la opulenta mesa. En la segunda ronda desaparecen los platillos y disminuye la leche, la mayoría repite con solos o cortados que ingieren recién servidos, hirvientes, con audacia de tragafuegos. La tertulia se crece, suenan más altas las voces, enardecidas por el humeante líquido, del murmullo al clamor, un clamor que en poco tiempo se impondrá a los diversos rumores que pueblan el bar a estas horas, subrayados por la engañosa cantinela de las máquinas tragaperras. Cuando se disuelven en la noche, las viejas damas ya no renquean, y no se apoyan en sus bastones, los enarbolan para abrirse paso como veteranas esgrimistas.

De este brebaje denso y aceitoso, requemado, casi masticable, del café de muchos bares y cafeterías de Madrid, dicen sus adictos que es el mejor del mundo, lo que haría rasgarse las vestiduras a cualquier catador aficionado a las texturas y sabores de esa infusión sagrada, cuasi sacramental. La cafeína es una droga a la que ya le está llegando su turno en la nómina elaborada por las celosas autoridades sanitarias; el descafeinado, mejor con leche desnatada y sacarina, es el placebo que se ofrece a las masas cafeinómanas, y hay pesimistas que afirman que para erradicar el vicio piensa mojarse la ministra Magdalena y subir el precio del ponzoñoso elixir de nuestros desvelos. Aún hay esperanza; me contaron que en Nápoles, ciudad hermana y cafetera, subsiste la tradición del café "pagato". Los clientes con posibles dejan a diario varios cafés pagados como invitación a los primeros necesitados que los soliciten en el mostrador: un café solo y negro, sol de la mañana.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_