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Madrid-Barcelona

La rivalidad entre Madrid y Barcelona es un clásico de derivaciones complicadas. En rigor no deberíamos compararlas, ya que hay un abismo entre los medios de que dispone Barcelona y los medios de una capital como Madrid, en la que se superponen cuatro administraciones -capital del Reino, Gobierno del Estado, comunidad autónoma y Ayuntamiento-, aunque estas dos últimas, a pesar de ser del mismo partido, estén a la greña. Desde el punto de vista cultural y urbano, siendo ambas ciudades tan distintas, tienden a parecerse cada vez más; por ejemplo, en sufrir el peso del auge inmobiliario y en haber encargado las grandes obras a las mismas estrellas de la arquitectura.

Razones como éstas nos hacen pensar que sería hora de revisar el horizonte de nuestras miras, deconstruyendo la simpleza de que Madrid es la enemiga de Barcelona. Es la España profunda y reaccionaria la que es enemiga de la parte moderna y progresista tanto de Madrid como de Barcelona. Y mientras nosotros nos hemos sumido en el debate premoderno de si somos o no una nación, el área de Madrid ha recibido la parte más considerable de las inversiones extranjeras. Porque aunque a España le falte tanto para disfrutar de un auténtico Estado de bienestar, dentro del contexto de esta Europa conservadora nos estamos poniendo a la vanguardia en algunos derechos sociales y en modos de vida. No sería justo, sin embargo, que los beneficios internacionales de este progreso recayeran sólo en Madrid.

Ya ha habido otros momentos en los que Madrid ha ido por delante y Barcelona. Gracias a ello, recibió un empujón de modernidad, como cuando Isabel II impuso el Plan Cerdá, del ingeniero catalán que fue uno de los fundadores del urbanismo moderno, pero que los barceloneses no querían como autor de su ensanche; o cuando sintonizaron el Gobierno de la II República y el Gobierno de la Generalitat de Cataluña. Tal como escribió el presidente Pasqual Maragall en EL PAÍS del 8 de noviembre de 2005, el exilio unió a todos los republicanos, catalanes y castellanos, en México D. F., Santiago de Chile, Buenos Aires y Caracas, entre otras ciudades. Y no olvidemos que la razón del exilio había sido una guerra entre nacionalistas y republicanos que, desgraciadamente, provocaron y ganaron los golpistas nacionalistas.

Madrid es ahora una ciudad pujante, a la cabeza en promoción cultural y artística, tal como lo demuestra, por ejemplo, que haya realizado ya la 25ª edición de Arco, su Feria Internacional de Arte Contemporáneo. En Madrid se editan una veintena de revistas de arquitectura, entre ellas las más influyentes, aunque las editoriales de más peso estén en Barcelona. A Barcelona le haría falta la capacidad de iniciativa política y el activismo cultural que demuestra Madrid, y a Madrid les hacen falta los cualificados urbanistas y críticos que nuestra cultura tiene. Aunque de aluvión, precipitada y desestructurada, Madrid es obsesivamente concéntrica (véase si no cómo refuerza la concentración de todos sus museos en el eje monumental de la Castellana), con evidentes problemas de colapso. Barcelona tiene dos siglos de evolución según una ordenada trama urbana burguesa y una intensa estructura territorial basada en las redes y la agregación. En los últimos años, en Madrid han aprendido a hacer piña, a aprovechar las revistas que tienen y a promoverse fuera. Aquí, en cambio, domina el síndrome de Neptuno devorando a sus hijos, en una Cataluña que ha perdido la capacidad para explicarse y difundirse, que ha olvidado cómo promover su cultura, arte y arquitectura y que sólo sabe dividirla, hundirla y taparla. Madrid siempre ha reflexionado poco sobre sí misma y es sospechosa de retórica, y Barcelona, que ha tenido una buena tradición crítica, la tiene ahora amordazada.

Un fenómeno emblemático de Madrid es que ha convertido las promociones de vivienda pública en un espectáculo mediático, aunque las haya realizado sobre el peor urbanismo. La actividad de la Empresa Municipal de Vivienda y Suelo (EMVS) ya ha cumplido 20 años y sus proyectos se están convirtiendo en un referente internacional, con experimentos residenciales en los barrios de Carabanchel, Sanchinarro y Vallecas, que constituyen casos de mucho interés para el estudio de la nueva cultura de la vivienda. Sin embargo, son obras que se sitúan en unos ensanches, los denominados PAUS, de un planeamiento urbano pésimo y monótono, con unas ordenanzas rígidas y anacrónicas, sin equipamientos ni auténticos espacios públicos y urbanos. En vez de haber previsto las unidades vecinales que hace décadas se proyectan por todo el mundo, las manzanas se han ido troceando y partiendo de manera absurda. Es muy sintomático que el conjunto más famoso de esta generación de promociones, el Edificio Mirador, en Sanchinarro -del equipo holandés MVRDV y de Blanca Lleó-, sea precisamente un monumento que se levanta gritando contra la mediocridad del urbanismo que lo circunda. Más allá del espectáculo mediático, las mejores obras son las pensadas a la escala humana y en relación con la ciudad, como la de Mónica Alberola y Consuelo Martorell en Carabanchel o la de Carlos Ferrater y Elena Mateu en la calle de José Pérez. Los problemas urbanos que afrontan ahora ambas ciudades son similares: necesitan viviendas asequibles y entornos que no sean insostenibles; ambas han de poner al día un imaginario colectivo anticuado e idealizado, elaborando nuevas miradas más fieles a una realidad dinámica, conflictiva y compleja. En esta situación, sería prometedor un horizonte en el que Madrid y Barcelona, lejos del viejo centralismo cerril y del nacionalismo decimonónico, en vez de castizas rivalidades y tópicos desencuentros, favorecieran encuentros e iniciativas comunes, se complementasen en aquello que cada cultura sabe hacer mejor. Y en el caso de la arquitectura y el urbanismo catalanes se trata de su capacidad para relacionarse con el entorno, con proyectos generalmente modestos y, al mismo tiempo, eficaces para ir construyendo ciudad y territorio.

Josep Maria Montaner es arquitecto y catedrático de la Escuela de Arquitectura de Barcelona (UPC).

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