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Columna
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Triunfos

El último envite en torno a la aprobación del Estatut nos ha resituado. Hay muchos rumores acerca de lo que ha ocurrido en diez intensos días de la historia de España, para que la salida impetuosa del líder socialista Joan Ignasi Pla haya quedado en nada. Es probable que, en esta ocasión, lo que podría haber sido confortante para los valencianos no fuera bueno para el resto de España. No es la primera vez que la Comunidad Valenciana ha de renunciar a la defensa de sus posiciones legítimas en aras de alcanzar la distensión y el espíritu de concordia.

La solidaridad es "germanor", es decir, en unas cosas por ti y en otras por mí. Pero la experiencia en este tipo de renuncias, bajo el pretexto de un bien mayor, es que casi siempre se dirimen en un sentido, hacia un lado y sin calcular suficientemente las consecuencias. Hace años, en la noche de los tiempos franquistas, la censura mutiló una falla del artista Regino Mas. En ella figuraban tres alcaldes. El de Madrid, el de Barcelona y el de Valencia. Los dos primeros exhibían un espléndido jamón y el valenciano, tenía tan sólo los huesos del pernil. La censura, siempre tan nefasta, suprimió los jamones y sus huesos para evitar que los valencianos pensaran lo que pensaban.

La herencia de una época en la que los individuos se han acostumbrado a ir a más, nos lleva a un contrasentido. Joan Fuster describió que "som una societat arcaica amb televisors". Es difícil hacer un análisis certero con tan pocas palabras. Eso se escribía en 1970 y desde entonces el panorama ha cambiado mucho, pero seguimos casi igual en cuanto se refiere a la escasa influencia de la política valenciana en la primera división de la política española. Ya en 1907 Melquíades Álvarez afirmó de los catalanes: "No podéis, aunque quisierais, ejercer la hegemonía, porque representáis una política interesada y mezquina". Los catalanes, al menos durante el siglo XX, no han tenido otra obsesión que colocar a sus líderes políticos en la sala de máquinas del poderío estatal. El objetivo no era sólo gestionar resortes de influencia y administrarlos. También había que gobernar, con la sana intención de mejorar las oportunidades de los últimos años. El espíritu de Alfonso Guerra nos la ha jugado en la reforma del Estatut como en su nacimiento. Él y su amigo Abril Martorell ya se encargaron de todo en 1982.

La Comunidad Valenciana ha crecido y lo sigue haciendo, en función de unos acontecimientos que son más o menos fortuitos, pero que aconsejan no echar las campanas al vuelo. La Comunidad Valenciana lanzó al aire sus posibilidades. Emprender espectaculares proyectos que, como describía Ángel Ganivet, eran posibles porque había dinero, "y entonces, sin preocuparse por conciliar los diversos puntos de vista suscitados por las ideas de reforma; sin examinar lo que debe hacerse, ateniéndose a la convivencia de la comunidad, formada no sólo por los que viven, sino también por los que murieron y por los que nacerán, el capital, guiado por un impulso momentáneo, se lanza a ciegas, a salga lo que saliere". Los planes de competitividad, la incorporación de la cultura de la gestión, la reciente irrupción del resurgimiento industrial y el "boom" inmobiliario, plantean nuevas sugerencias que ningún triunfalismo puede enmascarar.

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