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Columna
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Tabacalera

Al igual que todas las construcciones industriales de principios de siglo el edificio de Tabacalera tiene un aire austero con forjados de viguetas metálicas, muros sólidos y decoración de estilo modernista vagamente neomudéjar. Sus galerías de tres plantas sobre columnas de fundición, sirvieron para alojar las grandes exposiciones de los años 1909 y 1910 y dentro de sus naves fluye esa larga y sutil destilación que es el sedimento que el tiempo va dejando en la memoria de los lugares. Quizá es en ese refinamiento entre la nostalgia y la esperanza donde radica la verdadera seducción de las ciudades, la corona que enrolla de manera tupida a su alrededor, el hilo del ensueño y las hace inolvidables.

Se sabe que la forma de una ciudad, especialmente si es sede de un gran acontecimiento, como sucede en Valencia con la Copa del América, cambia más rápidamente que el corazón de los mortales. Pero hay capitales que han conseguido conquistar el cielo de la modernidad, manteniendo intacta su alma. Es el caso de Praga y Santiago de Compostela o de Lisboa. Cualquiera que haya visitado la capital portuguesa recientemente podrá confirmar que en el cañamazo de sus calles dilatadas por el soplo del océano, convive en completa armonía el pasado y el presente como en ninguna otra capital del mundo: atrios coronados de estatuas con puentes de tirantes hacia al futuro; recientes espacios planetarios y viejos cafés donde se indisciplinó el alma de los poetas; calles embodegadas y frescas en el corazón de la Alfama junto a terminales modernas que hunden sus peldaños en el agua y atraen las músicas del otro lado del mar; rumores de tranvías lejanos en plazas de cristal y acero donde la vida nunca pasa de largo.

Pero hay otras capitales que se odian a si mismas y acaban destruidas por el vértigo de metamorfosis que las devora por dentro y va destruyendo sus barrios más emblemáticos, los jardines, algunos edificios, balnearios, antiguas fábricas. Es lo que le sucede a Valencia, donde la escasa sensibilidad del Ayuntamiento hacia el patrimonio que administra obliga a los ciudadanos a una vigilancia extrema. Las ciudades en las que habitamos son como esos amores antiguos que sin embargo se renuevan en la intimidad de cada día. La familiaridad cotidiana se transforma en un soplo de aire fresco que nos llena de exaltación vital cuando de pronto al doblar una esquina se embosca lo imprevisible: un amigo que hace tiempo que no vemos, la luz de la tarde sobre los cristales de una fachada, la mesa del café al que siempre vamos...Cada uno tiene sus rincones preferidos, pero hay edificios que están ligados a la historia de la ciudad y forman parte indisoluble de su aura como la antigua fábrica de Tabaco. Decía Dashiel Hammett que el expolio no era una pasión particular, si no una pieza más de la vida comercial en las ciudades americanas de los años treinta donde los magnates no sólo poseían bancos y empresas inmobiliarias, si no también senadores y alcaldes como en Cosecha roja. A veces la vida pública se halla tan indisolublemente ligada a los negocios privados que parece que en lugar de una ciudad vivamos en el interior de una novela negra. Y como dijo uno de los pocos policías honestos de Raymond Chandler, "Nadie gana honradamente 100 millones de dólares".

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