Apareció en un lote baldío
En el trato patriarcal hacia las mujeres, la violencia ha sido en demasiados países el régimen feudal más prolongado. En la Edad Media del machismo se golpea, se viola, se frena el desarrollo civilizatorio, se asedian las libertades psicológicas y físicas, se mutila anímicamente, se eleva el miedo a las alturas de lo inexpugnable. El peso histórico del sexismo y las resignaciones que impone, hacen de la violencia ejercida sobre un género un obstáculo inmenso del proceso democrático, y sin embargo, esto, en los discursos nacionales apenas se reconoce y siempre entre elogios al Progreso.
La noción de límites de las libertades femeninas y, para el caso, masculinas, aunque con énfasis y proyección muy distintos, la impone el monopolio histórico del poder (político, económico, del tradicionalismo). Así, la violación, el derecho de pernada del machismo, el jus primae nocti, se consideró hasta unas décadas "natural" porque -el razonamiento era una sentencia- sacaba a flote lo teatral de la resistencia a la "seducción a la fuerza". Este dogma fue el predilecto de agentes del Ministerio Público y policías y jueces que responsabilizaban a las mujeres, tal y como lo hace el cardenal de Guadalajara, Jalisco, Juan Sandoval Íñiguez en 1998, al culpabilizar a las portadoras de "ropa provocadora y movimientos sensuales". Sólo le faltó decir: "Si no quieren que les pase nada, salgan sin cuerpo".
Al machismo se le une el clasismo. Mujeres pobres es el término aplicable a los seres no contabilizables
Desde 1993 hay protestas y movilizaciones en México y en varios países por los asesinatos de más de cuatrocientas adolescentes y jóvenes en Ciudad Juárez. En el intento de frenar esta matanza seriada y llevar ante la justicia a los responsables han fracasado las administraciones del Partido Acción Nacional (PAN) y las del PRI. Al principio, los gobiernos del PAN optan por el regaño a las víctimas, y en 1994 un procurador de Justicia denuncia a estas personas violadas, torturadas, estranguladas o apuñaladas, porque "algún motivo dieron" o porque "provocaron a los criminales con su estilo de vida". La moraleja de esta hipótesis es bíblica: la paga del pecado (el ligue, la pobreza, la indefensión, la condición femenina) es muerte.
¿Quiénes son los asesinos de Ciudad Juárez? ¿Se trata de un grupo o de una epidemia de serial killers? ¿Se contagian los patrones de exterminio? (Por lo demás, abruma el número de jóvenes víctimas en toda América Latina, en especial en Guatemala). Al fin y al cabo, las interpretaciones se subordinan a las soluciones puntuales de los casos, lo que ocurre de vez en cuando y siempre entre denuncias de tortura. Sorprenden la inconsecuencia de los investigadores y de las fiscalías especiales; perturba el fracaso de las denuncias y las movilizaciones de los Comités de Madres de las Víctimas, de las Comisiones de Derechos Humanos. Si algo aminora el ritmo de los crímenes, no se disipa el terror entre trabajadoras de la maquila, estudiantes y trabajadoras sexuales y sus familias. La violencia cancela la libertad de movimientos de las mujeres, subraya la condición de "sexo débil", y vigoriza las tradiciones exterminadoras de la misoginia.
¿Por qué es aún tan morosa o inútil la acción judicial? Si no se quieren distribuir sospechas, he aquí algunas de las respuestas posibles:
a) La ubicación de Ciudad Juárez impregna el imaginario colectivo de situaciones marcadas por la ausencia de la ley. No es sólo la pesadilla del narcotráfico, con el mercado inmenso de Norteamérica a la vista, sino la noción de comunidades un tanto provisionales, que giran en torno a la posibilidad o la imposibilidad de cruzar la frontera. De diversas maneras, se adopta la mentalidad fílmica y televisiva que hace de las zonas fronterizas emporios ya no del mal pero sí de la ilegalidad y el crimen. Esta fantasía primaria, en sí misma deleznable, apunta a la "naturalidad" de la epidemia de crímenes.
b) Si todavía se ignora el papel específico de los narcotraficantes en estos acontecimientos, lo evidente es el modo en que se acepta el escasísimo valor concedido por los narcos a la vida humana. A partir de la presencia masiva del tráfico de drogas en Colombia, Bolivia, Perú y México, para ya no hablar de Estados Unidos, el Gran Mercado, la valoración de los derechos humanos, nunca excesiva, viene a menos. Con la circulación creciente de armas es fácil matar y es aún más fácil morir de muerte violenta, y el culto a la alta tecnología armamentística exige no sólo la liquidación de las especies en el salvajismo de la cacería, sino el ver casi literalmente en los seres humanos oportunidades del tiro al blanco. Esto, todavía restringido en lo básico a los enfrentamientos de los cárteles de la droga, desata una guerra visible e invisible, la visible es el conteo de muertos, la invisible es el poder de impregnación de la voluntad homicida, bajo una premisa: "Si me han de matar mañana, mato a muchos de una vez". Si ya se tienen las armas, ¿por qué no usarlas? Insisto: la rapidez con que se consiguen revólveres o metralletas o lo que haga falta, desemboca en la obligación de asesinar. La tecnología renueva la tradición criminal.
c) Es evidente lo falible, por decirlo de alguna manera, del Poder Judicial. El narcotráfico, con su capacidad de intimidación y compra, exhibe la disponibilidad de jueces, jefes policiacos (de distintos niveles), agentes del Ministerio Público, presumiblemente muy altos funcionarios, empresarios, comerciantes, militares, incluso clérigos. Y esto, por tiempo indefinido, emite licencias de impunidad. El casi ineluctable destino de los narcos incluye la cárcel a perpetuidad o la muerte luego de las torturas salvajes. Por eso, cada uno se considera la excepción, y a cada uno lo ampara el poder de compra del conjunto. Y al certificarse lo vulnerable del Poder Judicial, la noticia alcanza a la delincuencia entera: el delito es una acción tarifada, y el dinero absuelve por anticipado.
d) La consideración abstracta importa en demasía. Un muerto puede ser un acontecimiento gigantesco, así las conclusiones sean tan irrelevantes como las del asesinato del candidato del PRI Luis Donaldo Colosio en 1994, pero centenares de mujeres asesinadas en todo México afantasman la monstruosidad del fenómeno. Las estadísticas de la sociedad de masas tienden a disolver la profundidad de los sucesos. No es, como insisten tan torpemente los tradicionalistas, que la educación laica (la garantía civilizatoria) genere valores relativos; la indiferencia ética proviene del modo en que la demografía reorganiza la fatalidad. Se ve en las guerras (la invasión a Irak), se advierte en la violencia urbana y se comprueba en Ciudad Juárez. Al abandonarlo todo en una expresión: "las muertas de Juárez", se desconoce el vínculo de las personas con las tragedias: la relación vivísima con seres ultrajados, sus esperanzas, su trayectoria, su familia. De las víctimas nada más se extraen datos funerarios.
e) Al situar por demasiado tiempo la noticia de nota roja, no en la primera plana, como corresponde, el papel de los medios masivos ha sido determinante. La televisión le ha concedido la importancia de un fenómeno "de moda" y al hacerlo pone de relieve la otra culpabilidad de las víctimas, que ni muertas se defienden.
Todo esto interviene en el caso de Ciudad Juárez (ver Huesos en el desierto de Sergio González Rodríguez), pero ningún elemento es tan decisivo como el desdén histórico por las mujeres desconocidas, es decir, marginadas. Así por ejemplo en la Ciudad de México en 1992, un grupo de trabajadoras prostitutas intenta organizarse y denuncia la explotación de los "regenteadores de cuerpos" y las agresiones policiacas. Van a la Asamblea de Representantes, testifican, dan nombres. Días después, dos de ellas son asesinadas en hoteles de paso. No se asocia su muerte con sus denuncias y pasan a la fosa común, ese sinónimo de la irrelevancia perfecta.
Todavía el sexismo es un punto de vista dominante. Y a esto se añade el clasismo. En Ciudad Juárez no sólo son mujeres, son en elevadísima proporción trabajadoras de la maquila, provenientes de familias de escasos recursos. Mujeres pobres es el término aplicable a los seres no contabilizables. Apenas figuran en los planes electorales, se les califica de "muy manipuladas", los ediles las toman en cuenta dos días al año, y en el caso de las madres solteras, su autonomía es calificada por el tradicionalismo de "actitud pecaminosa". ¿Cuántas veces, en los regaños clericales sólo se considera familia a la formada por el padre, la madre, los hijos, las redes de la parentalia y el confesor? La epidemia homicida de Ciudad Juárez obliga y desde el principio a la visibilización de la miseria y la pobreza, y a las experiencias femeninas en esos ámbitos.
Los crímenes de odio se dirigen contra una persona y lo que representa y encarna. Los más notorios son los dirigidos contra los gays, agravio histórico que cada año registra en México decenas de víctimas. Pero nada supera en número y continuidad a los crímenes de odio contra las mujeres solas, en especial las jóvenes. (Ahora en la Ciudad de México, uno o dos serial killers han matado cerca de treinta ancianas). Se les asesina porque no logran defenderse, porque a los ojos del criminal su razón de ser es conceder el doble placer del orgasmo y el estertor, porque su muerte suele pasar inadvertida. (Lo que sucede con los gays, la gran mayoría de cuyos asesinos continúa impune).
¿Qué provoca el odio? Cedo la palabra a psicólogos, sociólogos, psiquiatras y videntes, pero aventuro una hipótesis: intervienen en gran medida las sensaciones de omnipotencia que se desprenden del crimen sin consecuencias para el criminal. Éste no es únicamente superior a los seres tan quebradizos, también se burla de las leyes y de la sociedad que tibia o vanamente las enarbola. En stricto sensu los de Ciudad Juárez son crímenes de odio porque -me habilito de psicólogo, etcétera- los asesinos se vengan de sus fracturas psíquicas, de su lugar en la sociedad, de todos los momentos en que deseándolo no han obtenido reconocimiento, de la falta cotidiana de acceso a ese placer último que es el poder de vida y muerte sobre otra persona. Todo el sexismo degradado se vierte contra las mujeres cuya culpa principalísima es su "disponibilidad para la muerte". Así de reiterativo es el procedimiento: se victimiza a quien, a los ojos del asesino, es orgánicamente una víctima. El odio es la construcción social que se abate una y otra vez contra los que no pueden evitarlo. Y si, además, las investigaciones judiciales retroceden a tropezones, vigiladas por la manipulación política, la justicia se sumerge en las sombras mediáticas.
Epílogo provisional. Alejandra Yanel Díaz Sánchez, de 13 años, fue torturada y asesinada el 7 de febrero de 2006 en su casa de Ciudad Juárez, mientras su madre trabajaba en una maquiladora. Marisela Ortiz, dirigente de la Organización Civil Nuestras Hijas de Regreso a Casa, declaró: "El número de mujeres ejecutadas en la ciudad sigue creciendo, pero ahora se están enfocando a las niñas de entre 7 y 13 años". (La Crónica, 8 de febrero de 2006).
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