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Columna
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Extranjeros

A mediados del siglo anterior, Madrid era una ciudad con muchos forasteros, pocos extranjeros y muy pocos inmigrantes foráneos. Los extranjeros, fueran de donde fueran, se consideraban en algunos barrios de la ciudad como un lujo y como un misterio. "En mi casa vive un inglés", comentaba un compañero de clase y nuestra curiosidad se disparaba -¡qué habría venido a hacer un inglés a Madrid!-; no nos imaginábamos a los extranjeros desempeñando profesiones tradicionales, como ingenieros, comerciantes o médicos. Un inglés por ejemplo, un hijo de la pérfida Albión -como enfatizaba nuestro profesor de Historia- tenía que ser forzosamente artista o, probablemente, espía; lo que estaba claro es que era protestante y los curas del colegio nos advertían muy a menudo sobre los graves peligros de la propaganda protestante, una entelequia a nuestro parecer, pues jamás recibimos ninguna. El instrumento más dañino del proselitismo protestante era, curiosamente, la Biblia, una biblia envenenada por insidiosos comentarios que te hacían perder la fe sólo con hojear sus páginas, que desprendían un tufo satánico. En los colegios monjiles donde estudiaban nuestras hermanas, las niñas todavía cantaban aquello de "Fuera, fuera protestantes, fuera de nuestra nación que queremos ser amantes del Sagrado Corazón".

Los primeros ciudadanos extranjeros que ennoblecieron mi entorno instalando un bar enfrente de mi casa, eran franceses; el bar se llamaba París y los franceses eran hermanos y existencialistas, por eso llevaban barba como Jesucristo y se suponía que eran católicos, aunque no muy católicos, porque si a los hijos de Albión se les supone la perfidia, a nuestros vecinos galos se les conoce por ser frívolos y sensuales. En el colegio aún no nos habían advertido de los peligros del existencialismo, eso se estudiaba en sexto curso de Bachillerato, en el libro de filosofía, texto en el que Jaime Balmes ocupaba tres veces más espacio que Ortega y Gasset y en el que se demonizaba de pasada a Sartre para no dar muchas pistas. A los de cuarto, lo extranjeros que mejor nos caían eran los americanos, los de las películas, los tebeos y las novelas de quiosco que devorábamos masticando chicles Bazooka, más duros que una granada de mortero. Vivir cerca de la Gran Vía era un privilegio, por sus amplias aceras circulaba lo más cosmopolita de una de las capitales menos cosmopolitas de Europa. Acechábamos a las puertas de Chicote, aunque nunca pillamos a Ava Gardner, por incompatibilidad de horarios, suponíamos. A los extranjeros y, sobre todo, a las extranjeras, se les notaba mucho que lo eran, por su manera de vestir y de caminar, y a veces muy pocas veces por su raza. Las razas, lo sabíamos desde primaria, eran la blanca, la negra, la amarilla, la cobriza y la aceitunada, venía en la enciclopedia pero lo explicaban mejor las huchas del Domund, en las que había por lo menos un representante de cada color, salvo del blanco: sólo de las razas evangelizables. El racismo católico se solapaba en el paternalismo de los "chinitos" y los "negritos", hasta que los descendientes del "negrito" del "Cola Cao" y del "chinito" del flan chino Mandarín se instalaron entre nosotros.

No es ésta una divagación nostálgica, sino una reflexión que me viene de vez en cuando a la cabeza cuando veo imágenes de doña Ana Botella y doña Esperanza Aguirre en el ejercicio de sus funciones benéficas y sociales. Doña Ana y doña Esperanza se me aparecen siempre, muy arregladas y maquilladas, a veces incluso con mantilla y peineta, sentadas en una mesa petitoria del Domund, haciendo caridad de su presencia como maduras damas de la Beneficencia. Pero no se trata sólo de recaudar, sino de repartir y ahí generalmente es donde nuestras damas fallan. Doña Esperanza, por ejemplo, recibió en 2005, hasta 27,7 millones euros para ayudas a la inmigración y después de mucho aturullarse con las cuentas ha dejado sin un euro al sufrido municipio de Fresnedillas de la Oliva, que cuenta con el mayor porcentaje de inmigrantes de la Comunidad de Madrid (el 33,53%) y con una escuela en la que el 61% del alumnado es extranjero. La escuela de Fresnedillas, no pregunten por qué, quedó la última en la prueba de primaria que hizo la Comunidad. Tal vez les han castigado por eso.

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