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Columna
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El castillo de Visegrad

El castillo de Visegrad, en la legendaria "rodilla del Danubio" fue construido por el rey húngaro Bela IV como fortaleza capital en la línea defensiva contra las incursiones de los mongoles. Merecen una excursión sus ruinas y el maravilloso paisaje que por encima del imponente caudal danubiano se abre hacia oriente. Su historia era gloriosa ya antes de que se convirtiera en uno de los palacios favoritos del gran rey renacentista Mathias Corvino. En 1335 se habían reunido allí tres reyes, el de Bohemia, Juan de Luxemburgo, el de Hungría, Carlos Roberto y el de Polonia, Casimiro III para acordar la cooperación entre vecinos -tan poco común en aquellos tiempos- para combatir con mayor efectividad y contundencia las amenazas comunes contra sus territorios.

Seis siglos y medio después -mañana se cumplirán 15 años de ello- se reunían en el castillo sobre el Danubio tres grandes líderes del momento para emular a los reyes en sus buenas razones. Eran Vaclav Havel, presidente de Checoslovaquia, Lech Walesa, presidente de Polonia, y el anfitrión, el primer ministro húngaro Jozsef Antall. Por entonces apenas hacía un año que sus pueblos se habían liberado de la última gran invasión oriental y el ejército invasor y ocupante durante casi cinco décadas se hallaba en plena retirada. Aquel 15 de febrero de 1991 tres líderes de pueblos libres que habían desafiado y finalmente vencido a la dictadura soviética proclamaban su voluntad de luchar juntos por la construcción de la democracia y el culto a la libertad tanto tiempo secuestrada, contra las reminiscencias totalitarias, contra las animadversiones históricas en Centroeuropa y en favor de la plena integración de sus países en la Europa libre.

Visegrad ha triunfado. Incluso ha superado la división de uno de sus fundadores -Checoslovaquia- en dos Estados que han continuado integrados en su seno. Los cuatro han hecho frente a intentos de involución, a agitaciones populistas y tensiones étnicas, a las durísimas condiciones de la transición económica y problemas sociales.

Pero su gran éxito -y seña de identidad- es la cohesión que han demostrado Polonia, la República Checa, Eslovaquia y Hungría en su firmeza democrática, en la defensa de la dignidad y de la jerarquía de valores cuando otras democracias europeas parecen haber convertido la claudicación y el escapismo en razón de Estado. Los cuatro de Visegrad han defendido con firmeza a Dinamarca ante los ataques del islamismo y las advertencias mezquinas de supuestos aliados. También ha denunciado la política europea de complicidad objetiva con la dictadura cubana y con otros nuevos caudillismos. Pero Visegrad ha sido ante todo la conciencia democrática europea frente al resurgir bajo Vladímir Putin de una dictadura rusa cada vez más agresiva. Gracias a Visegrad, el jefe de la PESC Javier Solana fue capaz de llevar a cabo la intervención exterior de mayor éxito de la UE en su historia al impedir un golpe de Estado de Putin en Ucrania. Visegrad denunció al canciller Gerhard Schröder por su vergonzosa política de compadreo con Putin que culminó con la cesión de la presidencia alemana del G-8 a Rusia y un nombramiento tan suculento como obsceno de Schröder como empleado de la compañía rusa Gazprom. En Praga o Varsovia, Putin no habría insultado -sin inmediata respuesta de sus anfitriones- a Israel y a la UE anunciando una invitación al Kremlin para unos terroristas de Hamás que, inmediatamente envalentonados, han reforzado sus llamamientos a la destrucción de la "entidad sionista" y a la liberación de toda la "Palestina islámica". Con el relevo de Schröder por Merkel, Visegrad cuenta con una aliada más y un enemigo de menos. Y con muchos simpatizantes en países europeos en los que las libertades se antojan tan baratas que los líderes políticos no dejan de jugar, frivolizar y traficar con ellas.

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