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Columna
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ETA no se rinde

Estamos presos de las imágenes del pasado. Siempre tenemos tendencia a combatir las guerras de ahora aplicando los parámetros inservibles de las anteriores. Estas propensiones vuelven a confirmarse ahora que se acerca el fin de ETA. Algunos piensan en el Abrazo de Vergara entre los generales Espartero y Maroto que puso fin a la primera guerra carlista en 1837. Otros, parecen remontarse a la rendición de Breda con la entrega por Justino de Nassau de las llaves de esa ciudad a nuestro Ambrosio de Spínola, a la altura de 1625, en una escena imaginaria inmortalizada para la propaganda de Felipe IV por Velázquez en el cuadro de Las lanzas. Pero esa "rendición incondicional de ETA, con vencedores y vencidos", exigida al Gobierno por el defensor del pueblo, Enrique Múgica, tampoco nos será dada.

Primero, porque parte de un supuesto ahora inexistente de dos fuerzas militares regulares, enfrentadas conforme a las leyes y usos de la guerra, cuando en realidad nos encontramos ante un fenómeno terrorista que actúa bajo otros parámetros por completo diferentes donde los armados asesinan a los inermes. Segundo, porque la lucha antiterrorista es competencia exclusiva y plena del poder constitucional, sin que le corresponda protagonismo ni autonomía de comportamiento alguno al mero instrumento militar, relevado además de la primera línea de esa lucha por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las cuales dejaron de formar parte integrante de los Ejércitos a tenor del artículo 8 de la Constitución de 1978. Tercero, porque la rendición requeriría que en ETA hubiera un mando indiscutido capaz de ejercer plena autoridad y garantizar la absoluta obediencia de los integrantes de la banda, cuando sabemos las fracturas que presenta desde hace tiempo la disciplina dentro y fuera de las cárceles y cómo tienden por naturaleza a agudizarse las divisiones en momentos de liquidación.

Así que los dos únicos elementos de cohesión que se atisban, capaces de inducir un comportamiento disciplinado para que se acate la decisión superior de renunciar a la violencia por parte de los terroristas, serían la generosidad de la democracia con quienes tengan cuentas actuales o pendientes con la justicia y los arreglos económicos que se establecieran para atender a las clases pasivas etarras que sumarían varios miles de personas. Recordemos que para recuperar la democracia hubimos de poner en nómina a los franquistas del Movimiento y de los Sindicatos Verticales, que durante decenios se habían empleado en impedirla, mientras que los damnificados por aquel régimen eran amnistiados sin derechos pasivos. El problema derivaría de que tuviéramos que convertir en beneficiarios de la Seguridad Social a quienes han estado enrolados en la violencia etarra. Esa es, por otra parte, la línea preconizada por José María Aznar cuando invocaba la generosidad en el momento en que creía haberle correspondido la oportunidad de protagonizar el fin de ETA.

El hecho es que después del asesinato de Miguel Ángel Blanco, en el País Vasco matar ha perdido aceptación social. Además, que el umbral de la sensibilidad pública se ha modificado de manera sustancial, que se han clausurado los santuarios disponibles en otros países, que la Ley de Partidos ha multiplicado las dificultades de movilizaciones o kales borrokas y que ni el aprovisionamiento de armas y explosivos, ni la recluta, ni el entrenamiento de los nuevos efectivos puede hacerse como antes. Por eso, ETA tiene vedado optar por el recurso habitual a la acumulación de fuerzas, es decir, a presentar una remesa de asesinatos como bazas para mejor ser tenida en cuenta.

Entre tanto, sucede que vienen al primer plano del escenario las víctimas, a las que todos ofrecen sus respetos y consideraciones mientras cunde la idea de que pudieran convertirse en el obstáculo infranqueable si terminaran siendo instrumentalizadas por el PP. Un partido decidido a impedir por todos los medios, incluida la mentira flagrante, que en tiempos de Zapatero se acabe con la lacra que venimos soportando desde hace 40 años. Pero en Moncloa alguien debería saber también que la insistencia en algunas declaraciones dibuja una ansiedad del presidente que debilita su posición de partida.

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