Mil palabras
"Una imagen vale más que mil palabras". Acaso esta frase sea el único argumento que podría legitimar el asesinato por motivos de conciencia. ¿Quién pudo urdir majadería semejante? ¿Quién es responsable de la enajenación que padece el planeta debido a ese estúpido dicterio? Porque no hay engendro que retrate mejor nuestra práctica diaria. Acaso todo empezó con la fotografía, revolución conceptual que nos ha llevado a sustituir el universo de las ideas por una sucesión de imágenes difundidas en toda clase de soportes.
Alguien opinó una vez que un solo fotograma puede ser más poderoso que una argumentación. Desde entonces, el prestigio del lenguaje no hace más que decrecer. El lenguaje, que es el más grande de nuestros atributos, asoma hoy como un lastre o un contratiempo. Todo el que aspire a ahormar un discurso verbal de cierta sutileza se verá convertido en un personaje negativo, a saber: un redicho, un anticuado, un cínico o un petulante. Frente a eso, aquel que se maneje con apenas cien palabras no parecerá tosco o elemental, sino que, muy al contrario, pasará por ser un ejemplar defensor de la sinceridad y la honradez. "Yo voy siempre de frente", es la frase habitual de los imbéciles que ignoran los exquisitos matices del lenguaje. Los jóvenes, por ejemplo, se manejan a ritmo de mensajes SMS, lo cual quiere decir que su registro anímico no es mucho más extenso que el de una lagartija: un pulgar sobre la pantalla del móvil no da precisamente para un enorme cromatismo emocional.
El desprestigio del lenguaje como herramienta alcanza, por supuesto, al mundo público. La relegación del discurso verbal es una de las lacras de nuestra democracia. Evidencia de ello es un Parlamento sin voz. Más allá de los portavoces, ¿alguien ha oído la voz de algún parlamentario? ¿Cómo se llaman? ¿Qué tal argumentan? ¿Cuál es su timbre de voz? Como decía la canción: ¿A qué dedican el tiempo libre? O, como preferiríamos nosotros: ¿A qué dedican el tiempo de trabajo? En una verdadera democracia sería inconcebible que los parlamentarios cobraran por no abrir la boca.
El desprestigio del lenguaje adquiere en el ámbito privado una dimensión aún más empobrecedora. Hoy nuestras biografías se resuelven en una recopilación de fotos, álbumes, cintas de vídeo y archivos Photoshop, pero esas imágenes se limitan a constatar el envejecimiento de nuestro organismo, el catálogo de nuestras reuniones o el itinerario de nuestros viajes turísticos. Casi todos desean dejar alguna fotografía de su paso por el mundo (y no llevados por ningún prurito de inmortalidad, sino pensando en sus familiares) pero casi nadie siente la necesidad de dejar a esos seres queridos alguna o algunas palabras. La mayoría de la gente entrega un rastro interminable de imágenes, pero asume con naturalidad que no deja tras de sí una sola frase, una sola idea, una sola expresión de rabia o de resignación, de alegría o de tristeza, de ánimo o reproche o despedida. Es algo que no entiendo y que nunca he entendido. Cada vez detesto más que me saquen fotos: las bodas a las que asisto, los viajes a la costa, las cenas con amigos, los natalicios. Nada hay en ello de memorable. Son una murga costumbrista. En las fotos todos hacemos las mismas e irremediables tonterías. O desistimos de hacerlas de igual modo
Hace algún tiempo mi hijo y yo visitamos la casa de un viejo y querido amigo. Sobre un lance concreto de aquella reunión mi amigo me envió recientemente un texto. En él narraba una secuencia cuyo protagonista principal era mi hijo. La narración estaba llena de delicadeza, pero la delicadeza la ponía, sin duda, la aguda visión del narrador, una delicadeza que se cernía sobre el niño como una sombra amable, como una presencia tutelar e inteligente. Se trata de un texto muy hermoso y debo custodiarlo para entregarlo un día a su protagonista. Sé que mi amigo me ha entregado, en un par de párrafos, un delicado testimonio, algo extraordinario en este mundo vilmente fotográfico. ¿Una imagen vale más que mil palabras? A veces basta un puñado de palabras para tumbar todo el minutaje de una cámara de vídeo.
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