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Columna
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Saber nadar

Iba a poner que es una frase cogida al vuelo, pero creo que es más justo decir que es una frase recogida del suelo informativo, porque aunque contiene tanta significación como muchos de los titulares martilleantes de estos días, se ha quedado sin eco. Acababa de naufragar el Al-Salam 98 en el Mar Rojo; la televisión entrevistaba en Safaga a un hombre que había conseguido llegar a la costa. Estaba desesperado porque no encontraba a su familia, reclamaba a gritos ayuda para los que todavía estaban en el mar. Para subrayar lo urgente, lo inaplazable del rescate de pronto dijo: "las mujeres no saben nadar". Luego las cámaras pasaron a otro testigo y a otra cosa.

No es difícil imaginar por qué en los países que ligaba el ferry siniestrado las mujeres no saben nadar. No cuesta ningún esfuerzo incluir esa limitación en el largo listado de las prohibiciones que allí afectan a la condición femenina. Ese hombre que narraba ante las cámaras la tragedia, y que seguramente ha perdido en el naufragio a sus seres queridos, es digno de compasión, merece que su dolor conmueva. Y ellas ¿qué merecen? Qué emoción o sentimiento humanos hay que dedicarles a su mujer y a las otras pasajeras del ferry condenadas a muerte, a irse sin esperanza a pique, por no saber nadar; porque en toda su vida no han podido ponerse un bañador en público y disfrutar, como cualquier hombre, del río, el mar o una piscina, y aprender de paso los gestos que exige la supervivencia en el agua. ¿Qué reacción o respuesta merece el destino de esas y otras mujeres a las que un dogma, una teoría, una creencia les ha atado una piedra definitiva al cuello?

No tengo noticia de que nadie haya roto cristales ni incendiado embajadas en protesta por las mujeres fatalmente hundidas en el Mar Rojo; ni que nadie haya quemado banderas en su nombre (dicho sea sin el menor aplauso a esas conductas); ni organizado debates y conferencias para discutir sobre su estatus personal o sus condiciones de vida. Tampoco he oído pronunciamientos oficiales ni leído apasionadas tribunas de denuncia de su doble hundimiento. No he sabido de manifestaciones indignadas por su destino cruel, en ninguna parte, ni en Afganistán ni en Líbano ni en Indonesia ni en Irán ni en Palestina; tampoco en Egipto donde la revuelta posterior al naufragio del Al-Salam ha tenido otro argumento y otro signo; tampoco en Occidente. Nadie se ha sublevado por esas mujeres del Mar Rojo ni por los millones de mujeres que en los países de la zona no pueden aprender a nadar. Y quien dice nadar indica, sencillamente, hacer lo que se permite cualquier niño, chico u hombre de su entorno.

Ninguna grandilocuencia ha roto una lanza ni siquiera simbólica por ellas; tal vez porque a nadie se la ha ocurrido hacer con su historia un dibujo satírico o una caricatura. ¿Cómo podría ser la viñeta de esas mujeres condenadas a hundirse? ¿Cómo podría un chiste representarlas con su ancla al cuello? Qué imagen o qué rostro podría resumir lo que sintieron al saberse perdidas de antemano, al comprender que no tendrían ni siquiera la posibilidad o el consuelo de intentarlo contra la corriente. Por la sencilla razón de que alguien en nombre de la civilización, la tradición o la fe había decidido mucho antes que ellas no nadarían. Y punto final.

Llevamos muchos días de actualidad indignada, de revueltas y revoltijos en nombre de la tolerancia y el respeto. Pero el programa de esos debates no incluye a las náufragas del Mar Rojo ni a las mujeres que, en cualquiera de los países que hoy copan los titulares, viven ahogadas por las creencias, discriminadas por las culturas, acalladas por el rito o el texto. Esas mujeres no figuran en el orden del día del trasiego de la libertad de expresión, y sin embargo reciben infinidad de órdenes a diario: no hagas esto, no hagas lo otro, no salgas sola, no desees, no te vistas más que así, no aprendas por tu cuenta, no te quejes, no decidas, no repliques; y sobre todo, que ni se te ocurra imaginarte nadando, como un pez en el agua, lejos, lejos, libre.

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