Demoledora fábula
Cuando, hace un par de años, Lars von Trier sorprendió a propios y extraños con la primera parte -Dogville- de lo que se anunció ya entonces como una trilogía sobre Estados Unidos -globalmente denominada América-, todos nos apresuramos a hablar de prodigiosa utilización del teatro dentro del cine, de extrema originalidad para llevar hasta sus últimas consecuencias una historia de humillaciones cargada de profunda religiosidad y, un poco menos, de la aviesa capacidad del danés para colocar a prácticamente todo el mundo frente a sus contradicciones personales, ideológicas en un sentido amplio, todo a partir de una peripecia que utilizaba la historia para proponer una lectura perfectamente contemporánea.
MANDERLAY
Dirección: Lars von Trier. Intérpretes: Bryce Dallas Howard, Isaac de Bankolé, Danny Glover, Willem Dafoe, Michael Abiteboul. Género: drama, Dinamarca, 2005. Duración: 139 minutos.
Dos años después, y a pesar del olímpico desprecio que provocó en el jurado de Cannes 2005 y del absurdo ninguneo al que la sometió el de la pasada edición de Valladolid, Manderlay, segunda entrega de la saga, atesora idénticos hallazgos que Dogville, y aun mejorados: cuando acaba la atroz sucesión de fotografías que clausuran el relato y que muestran una historia posible de los negros en EE UU, la represión, la brutalidad contra sus derechos, es tal la catarata de impactos visuales y conceptuales que el espectador ha recibido que la impresión que causa el filme sólo puede ser digerida con el tiempo. En este sentido, Manderlay es lo contrario de las golosinas visuales de consumir y tirar que llamamos cine comercial: es una película que necesita más de una visión. Y de dos.
Mucho más expeditivo en sus propuestas que en Dogville, el Von Trier de Manderlay ordena los demoledores materiales con que monta su fábula moral sobre bases mucho más sólidas que en la entrega anterior, de la que es estricta continuidad: aquí no se trata de hacer valer el decorado, ni de asombrar con la iluminación, ni de recordar al público, de cuando en cuando, las virtudes de una escenografía que al poco tiempo de verla ya se ha olvidado. Se trata sin duda de recrear la noción misma de ciudadanía, aderezada con toques de autoritarismo (la heroína pretende imponer sus reformas progresistas a punta de metralleta: cambiar un poder por otro)... y con no pocas paradojas de esas que Von Trier siempre tiene la habilidad de tirarnos a la cara.
Brutalidad y horror
Así, el filme es al mismo tiempo un cuestionamiento de la buena conciencia progresista, zarandeada de raíz y sin contemplaciones, pero también una denuncia de la brutalidad y el horror de lo que ha sido "un país no preparado" -es una de las frases emblema del filme- para aceptar la libertad de una buena parte de sus conciudadanos. Lo personal, así, se mezcla con lo colectivo en un discurso ético de molestos ecos, que jamás deja indiferente, y en el que los límites de las buenas obras aparecen siempre difusos, cuando no criticables. Dura, sarcástica y no menos moralizante que su predecesora, Manderlay es una propuesta de un envidiable rigor intelectual, una obra de arte que nos recuerda, por ventura, para qué sirve el arte: para la reflexión, para el vapuleo intelectual, para el autoanálisis. O sea, que estamos ante una película tan rotunda como necesaria, tan incómoda como estimulante.
Babelia
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