El metro, ¿un remanso de paz?
Antes solía pensar que el metro era algo así como un remanso de paz; un lugar en el que podías entretenerte en observar a la gente, leer un rato antes de tener la cabeza demasiado embotada por el trabajo o simplemente pensar en las musarañas.
Hace ya unos meses miré con cierta inquietud las flamantes pantallas de televisión que se habían introducido tanto en los vagones como en los andenes del metro de Madrid.
Sin entrar en la millonada que haya podido costar esta "moderna medida" pionera en Europa, hay que decir que estos grandes monitores poseían al principio una innegable virtud: eran silenciosos.
Uno podía elegir leer los subtítulos de la información que emitían si le interesaba o le apetecía.
Sin embargo, el otro día me encuentro con que apenas puedo concentrarme en las páginas del periódico porque estoy demasiado aturdida por el volumen del videoclip que sale de la pantalla.
Al llegar a casa me meto en Internet y me informo un poco más, y claro, a alguien se le ha ocurrido ya la genial idea: poner anuncios "con audio" en el metro.
En definitiva, hacer productivo un tiempo deliciosamente improductivo.
Dios mío... ¿aquí también? Aunque no soy amiga de las teorías catastrofistas, a veces me siento realmente como un ratón en un experimento: ahora vamos a ponerles anuncios a volumen atronador, a ver qué hacen... ¡Y si cuela, cuela! ¿Por qué tengo que soportar en el metro un volumen de sonido que no pondría ni en mi propia casa?
¿No debería ponerse un límite a este tipo de iniciativas?
Al dedicar nuestro tiempo de espera a seguir consumiendo publicidad, ¿no estamos de alguna manera trabajando para estas compañías?
¿Cómo se defiende uno de esta agresión continuada.
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