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Columna
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Política polar

Es uno de los cuentos más famosos de Carver. El hilo argumental es, en realidad, un filo: en vísperas de su cumpleaños, cuando sus padres ya han encargado la tarta para la fiesta, a un niño le atropella un coche. Hay que llevarlo al hospital, está en coma. A partir de ahí hasta el desenlace, el relato será un desolador, un estéril cruce de llamadas telefónicas: el pastelero protestando porque nadie va a recoger el pastel; los padres sin identificar ni entender, en medio de su angustia, al autor de semejantes exigencias. Carver no nos deja salir del horror. La última frase del texto coincide con otro estruendo del teléfono, pero nadie contestará esta vez, y no sabremos si llaman del hospital anunciando el despertar o, por el contrario, la muerte del niño. O si es el pastelero, reclamando lo suyo.

Esta versión se titula El baño, pero hay una segunda, llamada Parece una tontería que Carver publicó unos años más tarde. A él las cosas le iban mejor y tenía del mundo una visión más optimista, más dispuesta a admitir en su seno la posibilidad de la compasión y la solidaridad humanas. El argumento de esta segunda versión es casi idéntico, pero aquí el conductor de coche al menos se detiene. Y el pastelero y los padres del niño muerto tendrán la oportunidad de conocerse y de explicarse. En la última escena no sonará un teléfono en el vacío, estarán los tres en la pastelería, hablando íntimamente como suelen hacerlo los desconocidos. Los padres comerán bollos de canela y beberán café, e intentarán dilatar ese tiempo cálido y dulce del obrador - "ni se les ocurría marcharse"- porque fuera les espera la cruda realidad: la vida sin el niño, la vida con sus huellas repartidas por toda la casa. Raymond Carver hubiera podido elegir cualquier argumento para representar la desolación, pero eligió la pérdida así de un hijo pequeño, probablemente por considerarla el paradigma de un dolor sin asideros, del más puro dolor. Y significativamente volvió a la misma historia cuando quiso ilustrar su crecida confianza en que, ante un dolor como ése, el corazón humano siempre está a la altura, siempre responde.

Muchos son los gestos que indican que no sólo a los vecinos de Basurto, sino a la sociedad vasca en general, les ha conmocionado y conmovido el atropello mortal de dos niños en esa barrio de Bilbao. Muchos, también, los signos de su indignación por las circunstancias en que se produjeron los hechos: en un paso de peatones dejado de la mano institucional, a pesar de los reiterados avisos ciudadanos. Los trágicos efectos de la protección deficiente de ese paso de cebra son irremediables. La indemnización material que pueda decidirse judicialmente nunca alcanzará el estatuto de mínima reparación para esos padres. Por ello, las respuestas morales y políticas adquieren en este caso un especial valor y sentido.

Ya se ha colocado el pedido semáforo en la zona, pero aparentemente ahí se va a agotar la respuesta política. Parece que los padres de los niños muertos y la ciudadanía sólo van a tener derecho a esa mínima señal de tráfico y a un rosario de declaraciones lamentables: desde el inicial traspaso de responsabilidades entre la Diputación y el Ayuntamiento de Bilbao -mientras el niño atropellado se debatía aún entre la vida y la muerte- hasta la conclusión de que las instituciones han actuado mal, han fallado, pero no procede ni la dimisión ni el cese de nadie (¿podrían explicar cuándo procedería?); pasando por el agradecimiento de la concejala de Circulación por todos los respaldos que ella ha recibido (otra vez la inversión de papeles, tan habitual en nuestro país, que acaba presentando a los responsables como si fueran las víctimas). Si ésa es toda la respuesta pública a la que se puede aspirar en este caso, la desprotección del primer cuento de Carver se queda en nada. No estamos aquí en el desolador clima de El baño, sino en un ambiente mucho más crudo, como en un frío político polar.

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