Teherán, de arriba abajo
Los 33 kilómetros de la avenida de Valiasr, desde la montaña hasta el desierto, recorren Teherán del rico y exquisito norte al mísero y desesperado sur. Una arteria urbana que es espejo de la sociedad iraní y barómetro de los convulsos cambios que se suceden en el país desde hace décadas.
La nieve desciende cansina sobre Teherán y desde primeros de año tiene cubierta la capital iraní con un espeso manto de un blanco brillante en la zona norte. Pero, conforme se va descendiendo a lo largo de los 33 kilómetros de la avenida de Valiasr, los copos, envenenados por la contaminación, se tiñen de gris antes de caer al suelo y una mezcla infecta de nieve, desechos industriales y polvo del desierto se agolpa en sus aceras. Se pega a los gastados zapatos de piel sintética que la pisotean continuamente y humedece los bordes de los chadores que marchan apresurados envolviendo en un negro penitente la fe y la desesperanza de sus dueñas.
Valiasr es una especie de enorme rampa que baja desde las faldas de la cordillera de Elburz hasta las arenas del desierto, desde los fastuosos barrios del norte de Teherán hasta los míseros del sur. La gran avenida marca el carácter de la capital iraní, de 12 millones de habitantes cuyas vidas se desenvuelven en torno a esta arteria, por la que fluyen mil y un contrastes de esta sociedad en continua ebullición.
La guerra con Irak sigue siendo, 27 años después, la excusa de los ayatolás para justificar la pobreza
Valiasr tiene el dudoso privilegio de estar siempre saturada de tráfico. Su vitalidad es frenética
Buena parte de las adormideras que llegan se quedan en Irán en lugar de proseguir su camino
Es el centro neurálgico del comercio, el ocio, la religiosidad, la cultura y el buen comer
No es difícil ver en cualquier esquina a los 'basiyi', la odiada milicia paramilitar religiosa
En Teherán conviven sin mezclarse las grandes familias -que controlan las finanzas del país desde antes de que llegase al poder la dinastía de los Pahlevi (1925-1979)- y los desheredados que alzaron al imán Jomeini confiados en que les traería una vida mejor: millones de campesinos huidos de una tierra seca, transformados en obreros con sueldos de miseria o desempleados, y decenas de miles de mulás que formaban la base del escalafón clerical.
El mundo observa estos días con inquietud el empeño de Irán en proseguir su programa de investigación nuclear, con lo que ha dado un portazo a la mano tendida por Europa frente al hostigamiento de Estados Unidos e Israel. Con la reivindicación de los "derechos legítimos de Irán en materia nuclear", los ayatolás pretenden acallar las voces de un pueblo que les exige libertad y mejora del nivel de vida, y se han situado en el límite de la línea roja trazada por Occidente para impedir la proliferación de armas atómicas.
Fueron los Pahlevi quienes impulsaron la modernización de la capital iraní y quisieron dejar su impronta en una amplia avenida, a la que dieron su nombre, con canales a ambos lados y bordeada por frondosos plátanos. Cuando hace 80 años comenzaron su construcción no pudieron imaginar que, al final de la década de los setenta del pasado siglo, la avenida de Pahlevi sería el escenario de las grandes manifestaciones de protesta contra el régimen y de la brutal represión que acabaron con el despotismo del sha.
Quienes derrocaron la monarquía, con lo que creían que era una revolución liberalizadora, rebautizaron la calle en recuerdo de Mohamed Mossadegh, el primer ministro que nacionalizó el petróleo en 1951 y cayó víctima, dos años después, del golpe de Estado orquestado por Washington y Londres. Las huestes de Jomeini, que en poco más de un año se adueñaron del triunfo revolucionario, volvieron a cambiar el nombre de la avenida por el de Valiasr, una palabra de origen árabe que significa "el dueño del tiempo" y que tiene un profundo sentido religioso, ya que designa al último imán de los chiíes, al "siempre esperado". El puño de hierro de los ayatolás se ceñía sobre Irán.
Con 70 millones de habitantes, el 70% de ellos menores de 30 años, la república islámica se ha colocado otra vez en el candelero de la política internacional con su reciente decisión de enriquecer uranio, lo que teóricamente le abre las puertas a la fabricación de bombas atómicas. Los iraníes, mientras tanto, asisten como comparsas a esta nueva vuelta de tuerca de un régimen cuyos intereses no se compaginan con los del pueblo que en 1979 clamó por su llegada. La sangrienta guerra declarada por Irak (1980-1988) sigue sirviendo de excusa a los ayatolás para justificar que, 27 años después de la revolución, la capacidad adquisitiva de la inmensa mayoría de la población no haya mejorado sensiblemente.
Arañando las montañas que rodean el norte de Teherán, cuyo aire mantienen puro abetos y pinos, las acaudaladas familias, conectadas por sangre y negocios, establecieron sus residencias, cuyos suelos se disputan espléndidas alfombras de Shiraz, Kerman, Tabriz y Qom. Entre los viejos palacetes y el palacio de Saad Abad, de la dinastía Qajars (1779-1925), se han multiplicado los nuevos ricos iraníes que han hecho fortuna al amparo del régimen islámico. Entre ellos hay profesionales, políticos, religiosos, artistas, miembros de las mafias de un Estado encajonado entre un golfo de petróleo y un mar de caviar, y, cómo no, constructores, que sin duda habrán cumplido en sus casas -y dudosamente en las abigarradas torres del centro de la ciudad- las normas antisísmicas vigentes en un país que, asentado sobre dos placas tectónicas en constante movimiento, sufre todos los años temblores de tierra de una potencia a veces devastadora.
El aspecto de Valiasr cambia según las horas y los días de la semana, pero tiene el dudoso privilegio de estar siempre saturada de tráfico. Su frenética vitalidad le permite ser el centro neurálgico del comercio y del ocio, de la diversión y la religiosidad, de la cultura y del arte del buen comer. "Aunque Valiasr forma parte de mi vida diaria, ya que la cruzo para ir al trabajo y a la universidad, la asocio sobre todo a mi infancia, a las excursiones desde el tórrido sur a la frescura de las faldas de los montes de Elburz, donde se daban cita músicos, poetas, pintores y fotógrafos que, como nosotros, huían del bochorno del verano", afirma Romané Jalili, licenciada en lengua y literatura españolas.
Jalili destaca que la construcción de esta avenida formó parte del proyecto modernizador de la capital, que incluyó la gran estación de ferrocarril del sur de Teherán, encargada por el sha Reza Pahlevi a ingenieros alemanes. Hoy, la gran área comercial establecida en la zona norte de Valiasr, en torno a la plaza y el barrio de Tajrish, mantiene la avenida como la puerta de Irán hacia el exterior. Allí se encuentra desde tecnología punta hasta todo tipo de importaciones, desde coches de gran cilindrada hasta ordenadores, móviles, equipos de aire acondicionado o cámaras digitales.
Dicen los teheraníes, aunque nadie lo sabe con certeza, que en el mismo centro de Valiasr, en el Palacio de Mármol -un interesante edificio que mandó construir y en el que residió el sha Reza (1926-1942)-, vive el guía supremo de la Revolución Islámica, Alí Jamenei, el ayatolá que tomó el testigo de Jomeini tras su fallecimiento, en 1989. De Jamenei depende directamente el Consejo Nacional de Seguridad, encargado del programa nuclear iraní, cuya investigación y desarrollo se inició hace 18 años y se mantuvo en secreto hasta su descubrimiento en 2003 por el Organismo Internacional de la Energía Atómica.
La abundancia de la nieve caída a comienzos de año ha permitido a miles de iraníes dedicarse a su deporte favorito: el esquí. Un teleférico asciende desde la parte norte de Teherán hasta 2.500 metros sobre el nivel del mar, donde se encuentran las cabezas de las pistas. Los fines de semana (jueves y viernes en los países islámicos), la estación es un auténtico hervidero. Los menos deportistas o los que no pueden pagarse el lujo de tener o alquilar un equipo de esquí se conforman con tomar el teleférico y caminar un rato para disfrutar de las espléndidas vistas y, lejos de la contaminación y el tráfico desquiciante, respirar el aire puro de una cordillera en la que se encuentra el pico más alto de Irán: el Demavand, que, con sus 5.670 metros, está permanentemente nevado.
Marjane Satrapi, autora de Persépolis, una serie de cuatro cómics autobiográficos sobre la historia de su país, publicada en 2003, traducida a una decena de idiomas y de la que se han vendido cerca de un millón de ejemplares, asegura que fue el hecho, entre otros muchísimos, de que los occidentales no supiéramos que en Irán nieva lo que la llevó a tomar el lápiz y el papel para tratar de romper con sus dibujos los estereotipos sobre la antigua Persia. Satrapi salió de la República Islámica cuando tenía 14 años y, después de otros tantos de formación y exilio por varios países del centro de Europa, se asentó en París.
La llegada a la presidencia de la República Islámica de Mohamed Jatamí (1997-2005) insufló aires aperturistas al régimen y, aunque los ayatolás no le permitieron cambios en profundidad, su reformismo dio un nuevo aspecto a las ciudades y especialmente a Teherán. Como mariposas en un bosque de abejas, por el norte de Valiasr se multiplicaron las jóvenes ataviadas con vistosos hiyabs (pañuelos), y el carmín y la sombra de ojos volvieron a iluminar el rostro de cientos de miles de muchachas, cansadas de ocultar su feminidad bajo los negros sayones impuestos por los pasdarán (guardias de la Revolución).
Las tiendas limpiaron los cristales de sus escaparates y comenzaron a coquetear con el diseño. La bonanza económica, con los altos precios del crudo, trajo también la importación de multitud de artículos de consumo. Firmas como Rolex se atrevieron a abrir sus propios locales, y otras, como Bulgari o Cartier, ocuparon un lugar destacado en las joyerías de la zona noble de la ciudad. "Ninguna tienda que se precie resiste la tentación de tener un escaparate en Valiasr", afirma Ana Marín, una española de 35 años que, desde que se casó hace nueve, vive en la capital iraní.
Al mismo tiempo, la distancia que separa un extremo y otro de la larga avenida se convirtió en un abismo. En el sur, donde los jóvenes no pueden casarse porque carecen de medios para comprarse un diminuto estudio de 20 metros cuadrados y muchos ni tan siquiera tienen trabajo, escasean las gabardinas de colores pálidos y los guardapolvos que marcan el talle. El desencanto y la frustración hacen mella entre los hijos de quienes aclamaron a los ayatolás, muchos de los cuales se sumergen en el pozo de la droga.
Cuando la noche avanza, el dolor del fracaso de la revolución inunda la capital. En el norte, donde la falta de libertad se tapa con dinero, corre el alcohol, que, junto a las ensoñaciones provocadas por el opio, permite olvidar la jaula del régimen y sus barrotes. En el sur, el desengaño es más lacerante. Los dolientes salen de la cárcel que supone toda una vida de represión y miseria para hundirse en otra peor, la de la heroína, el sida y la muerte.
Tanto geográfica como políticamente, Irán conforma la encrucijada entre Asia central y Oriente Próximo, entre las sociedades superdesarrolladas de Occidente y las que, a partir de su frontera oriental, con Pakistán y Afganistán, luchan por abrirse camino. Su territorio es la vía de tránsito de la droga desde donde se produce hasta donde se consume, pero el machacado hedonismo persa, unido al oscurantismo y la corrupción del régimen, empuja a muchos a la drogadicción. Buena parte de las adormideras que llegan se quedan en Irán. Poco importa que el narcotráfico se condene con la muerte. Las decenas de narcotraficantes ahorcados cada año son simples camellos; los capos pertenecen a la clase dirigente y saben cómo nadar en aguas turbias.
La revolución de 1979, contra "apóstatas" y "capitalistas chupadores de sangre", prometió la redistribución de la riqueza de la segunda potencia mundial en gas y cuarta en petróleo. Estos recursos ya estaban nacionalizados, por lo que los mulás expropiaron a los inversores extranjeros y a las grandes familias de otras propiedades como bancos, tierra, fábricas y hoteles, que fueron transferidas a las denominadas fundaciones de caridad. Conocidas como bonyads, estas instituciones, que hasta hace poco no pagaban impuestos, controlan entre el 10% y el 20% del PIB iraní (152.000 millones de euros en el año presupuestario entre marzo de 2004 y marzo de 2005) y se han transmutado en el monedero del poder clerical. No sólo se benefician de ellas los mulás, los pasdarán (un cuerpo castrense de élite a caballo entre el ejército y la policía) y sus acólitos, sino que también sirven para sobornar y pagar las actividades de los basiyi, la odiada milicia paramilitar religiosa que, armada con porras y palos, recorre las ciudades, sobre todo de noche, para imponer los preceptos más ortodoxos y arbitrarios del islam.
Basiyi y hezbolahis (voluntarios) se han convertido en el látigo de la revolución. No es difícil encontrarles en cualquier intersección de Valiasr, registrando coches, confiscando o deteniendo a una pareja cuyo único delito es no tener un vínculo familiar: padre-hija, hermanos o matrimonio. Los mulás se guardan mucho, no obstante, de perjudicar la vida sexual de los varones, y desde que ocuparon el poder han fomentado el llamado "matrimonio temporal", una forma encubierta de prostitución, un contrato que permite al hombre satisfacer, sin obligaciones, sus necesidades sexuales con una mujer por un periodo de entre dos semanas y 80 años.
Pese a ello, la prostitución se ha disparado. Decenas de miles de adolescentes huyen de sus pueblos ahogados por el sol y la opresión de los mulás en busca de la libertad y las oportunidades que ofrece la gigantesca urbe. La mayoría sueña con estudiar, con encontrar un trabajo que le permita vivir decentemente, con cruzar la frontera y escapar, pero muchas se quedan atrapadas en el círculo vicioso de la clandestinidad y la venta de sí mismas.
Durante la monarquía, en la entonces avenida de Pahlevi se encontraban los cabarés más famosos de Oriente Próximo. Miles de extranjeros acudían atraídos por la renombrada belleza de las iraníes, de cuerpos escultóricos y grandes ojos negros como el azabache. Tan pronto como Jomeini se hizo con las riendas del país, todos estos "antros de perversión y vicio occidental" fueron clausurados, al igual que los cines. Con el paso del tiempo, algunos de los cabarés se reconvirtieron en vulgares restaurantes, y la industria del cine renace con nuevas salas en Valiasr. La censura no pone reparos a la violencia, pero corta cualquier escarceo amoroso.
Ana Marín, que atraviesa todos los días la gran avenida para llevar a sus hijos al colegio, asegura que pese a que el nuevo presidente, el ultraconservador Mahmud Ahmadineyad, ha escandalizado al mundo con sus soflamas antiimperialistas y contra el Estado de Israel, en Teherán "no se ha producido, al menos todavía, ningún retroceso" en las libertades culturales y sociales ganadas con los reformistas. "El único cambio que se ha producido en Valiasr en los últimos meses", comenta, "ha sido la apertura de dos restaurantes de cocina francesa e internacional, decorados en un estilo occidental".
Con la entrada del nuevo siglo se inauguraba en Valiasr un centro comercial, que los jóvenes toman al asalto los fines de semana. Su última planta, bautizada en la lengua del "gran Satán" como Food Court, tiene multitud de restaurantes de comida rápida con barbacoas, hamburguesas y enchiladas. Aquí, muchas chicas llevan el hiyab tan atrás que casi se les ve toda la cabeza, y las risas inundan el espacio. La moda de los centros comerciales ha salpicado la capital de ellos, en muchos de los cuales hay Mac Mashalas, la versión iraní de los McDonald's, en los que, igual que en EE UU, no hay bebidas alcohólicas -en la República Islámica está prohibido el alcohol-, pero corre la Coca-Cola.
Ahmadineyad, de 49 años, cuyo único cargo político relevante había sido la alcaldía de Teherán, sorprendió a propios y extraños al derrotar en la segunda vuelta de las presidenciales, celebrada el pasado junio, al todopoderoso ex presidente Alí Akbar Hachemi Rafsanyani. A sus 71 años, este ayatolá multimillonario pretendió blanquear su control en la sombra, dejar de ser la mano negra y volver a dirigir abiertamente el país, pero los sufridos iraníes no se dejaron engañar por las promesas de su campaña. La Constitución iraní sólo permite dos mandatos al presidente electo. Cumplidos éstos (1989-1997), Rafsanyani se colocó -y allí permanece- al frente del Consejo de Discernimiento, un órgano no electo que se encarga de mediar entre el Parlamento y el Gobierno, por una parte, y la cúpula islámica, es decir, los 12 ayatolás que, presididos por Alí Jamenei, se sientan en el denominado Consejo de Guardianes, el auténtico órgano de poder de Irán, con capacidad de veto sobre cualquier ley del Parlamento o decisión del Gobierno o del jefe del Estado.
No estaba previsto que Ahmadineyad ganara. Fue el agotamiento y la frustración de los parias frente a la rampante corrupción del régimen y el odio a Rafsanyani -la primera fortuna de Irán, cuyos hijos, hermanos, primos, familiares y amigos controlan las finanzas del país, desde el petróleo hasta la banca, pasando por propiedades inmobiliarias, hoteles y fábricas- lo que les llevó a elegir a este purista, que pretende volver a la esencia de la Revolución Islámica y echar de la Administración a los corruptos, sean o no clérigos.
Quienes se volcaron en apoyar al reformista Jatamí, sobre todo los jóvenes, salieron escaldados porque, clérigo al fin y al cabo, su lealtad estuvo siempre al servicio, primero, de sus compromisos religiosos y, sólo luego, de su pueblo. La gran mayoría de esos jóvenes, hijos del baby boom que fomentó Jomeini en los ochenta y muchos de ellos condenados al paro -hay 800.000 nuevas demandas de empleo por año-, volvieron la espalda a la política -un tercio del censo electoral se abstuvo- u optaron por Ahmadineyad, un civil, tal vez con la esperanza de que hiciese saltar el régimen. Hasta ahora, la República Islámica sólo había tenido dos presidentes no clérigos: Bani Sadr y Alí Rajai. Jomeini mandó al exilio al primero y un atentado acabó con el segundo en agosto de 1981.
Según Alí Naraguí, un hombre de negocios con oficinas en el selecto norte de Teherán, las agresivas salidas de tono del presidente -"Israel debería ser borrado del mapa"-, que han merecido la condena internacional, "forman parte del lenguaje interno iraní" y no son indicativas de ningún cambio en la política del país. En Irán lo que más preocupa es que pueda haber un intento de recortar las libertades ganadas con tanto esfuerzo, pero hasta ahora no hay signos de ello. "Toda la sociedad iraní", señala Naraguí, "se encuentra expectante ante el Gobierno de Ahmadineyad, que de momento se concentra en la destitución de altos funcionarios para sanear la Administración".
La vida de Naraguí, de 36 años, como la de casi todos los teheraníes, está ligada a la gran avenida de Valiasr, "al placer de ver correr el agua del deshielo de las montañas por sus canales". Y concluye: "Los persas, desde la antigüedad, hemos desarrollado una cultura en torno al agua: poesía, literatura, música, pintura. De ahí la gran acogida que tuvo la construcción de esta calle, todo un símbolo de la vitalidad iraní".
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