Ceniza obstinada
Sólo un poeta puede traducir a otro poeta, sin que por el filtro de la traducción se escurra una belleza que, además de envasada en una lengua distinta, responde a un estado de cultura que los lectores de hogaño difícilmente reconocerán como suyo: es éste un tópico que José María Micó (Barcelona, 1961) habrá oído muchas veces a propósito de su espléndida versión de las casi cinco mil octavas del Orlando furioso, un empeño que apenas cede ante los doce trabajos de Hércules. Menos a menudo nos preguntamos cómo respira la poesía propia cuando el poeta ha conformado su sensibilidad frecuentando a gigantes como Ausiàs, Ariosto o Góngora. Pero La sangre de los fósiles no debería leerse con el rabillo del ojo puesto en las traducciones y estudios filológicos del autor, pues se trata de un libro rigurosamente contemporáneo y personal, por más que el dominio de las formas lo empuje a ocultar su complejo armazón, rehuyendo ostentaciones y desistiendo de brillos imaginísticos y aspavientos retóricos en favor de una armonía tenue y de un clasicismo mate.
LA SANGRE DE LOS FÓSILES
José María Micó
Tusquets. Barcelona, 2005
160 páginas. 14 euros
El título metaforiza el oxímoron en que consiste toda escritura: la fosilización en una "eternidad de lápida" de los fluidos naturales, sean savia, sangre, lágrimas. Las composiciones de apertura y cierre acotan tres series de veintiún poemas cada una. La primera de estas series fija la identidad de un yo explícito, zarandeado por las experiencias de vida en intersección con otras vidas, mientras que la segunda está concebida como la cristalización de esas experiencias en sentencias apodícticas sobre la confrontación entre dinamismo y perennidad, el misterio de la existencia, la danza regenerativa de la muerte: "En cada hijo se renueva el rito / de la extinción". Mosaico de sus andanzas italianas, en la tercera sección resurgen, pertinaces, algunos temas que aparecieron antes. No es fácil ensamblar vida e historia literaria según se hace, para expresar el contraste entre Heráclito y Parménides, en el soneto cuyo arranque ("Lo fugitivo permanece y dura") remite a Vitalis, Castiglione, Du Bellay o Quevedo, sin que ello refrene un desarrollo que el primer verso no permitía prever. La capacidad de alimentarse de los clásicos sin merma de los estímulos más personales bastaría para recomendar este libro, cuyos versos inscriben la porfía de la vida en las lápidas que la cultura utiliza para su mineralización: "Como este perro muerto de Pompeya, / vivo en la obstinación de la ceniza".
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