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Columna
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Dar un susto

Mi amigo caminaba tranquilo por la calle de Fernando VI. Se dirigía al trabajo pero iba con tiempo. Le gusta hacer las cosas despacio, detenerse en el escaparate de alguna librería, observar a la gente y descubrir detalles del paisaje de la ciudad que, tantas veces, nos pasan inadvertidos: las gárgolas, los frisos, los adornos en viejos edificios a punto quizá de desaparecer para siempre. Conoce bien ese plano de una belleza que está a un simple palmo por encima de la mirada. En ocasiones, hace fotos con su pequeña cámara digital. Después dibuja paisajes extraordinarios, fachadas suntuosas, naturalezas eclécticas que incorporan lo que ha visto a su vertiginosa imaginación y a su conocimiento del pasado. Mi amigo, muy joven, mantiene vivo un hilo dorado que le cose a las cosas hermosas, sin edad.

También cose con aguja e hilo y se hace parte de su ropa. Tiene por eso una imagen moderna pero muy personal, con toques radicales y exquisitos. El otro día se había puesto un pantalón de camuflaje y una camiseta pintada por él. Sobre la cazadora de cuero, llevaba cruzada una bolsa con su cámara y sus cuadernos. Como iba pensando en sus cosas, sólo los vio cuando ya le estaban rodeando. El pánico conlleva reacciones sorprendentes, como ser capaz de contar con exactitud a un número de personas que segundos antes ni siquiera has visto acercarse. Eran doce. Le chocó especialmente que hubiera dos chicas entre ellos. Llevaban la cabeza rapada, botas militares, símbolos nazis. Lo demás fue tan rápido como puede llegar a serlo una violencia sin objeto. Pero el objeto era él. Comenzaron a insultarle, a hacerle preguntas que no tenían respuesta ni la esperaban (¿tú de qué rollo vas? ¿quién te has creído que eres? ¿no serás un maricón de mierda?). Después empezaron los golpes. Le daban en la cabeza, en la cara, y él sólo pensaba en que eran doce y en que podían hacerle mucho daño, quizá demasiado si sacaban otras armas que no fueran los puños y las punteras reforzadas de las botas. Cuando notó sangre en la cara no supo si ya habían usado las navajas, aunque recordó haber oído que ese dolor viene después. Entonces sucedió algo que provocó la desbandada y desaparecieron tan de improviso como habían llegado.

Cuando ayer detuvieron en San Sebastián de los Reyes a unos jóvenes acusados de apuñalar a un chico en el corazón, los arrestados dijeron que querían "dar un susto al punki". Lo asombroso no es ya que consideren susto dar una puñalada en el corazón (un susto de muerte), sino la mera pretensión de ir por ahí dando sustos a los demás. Según la policía pertenecen a grupos de ultraderecha. Así se entiende mejor, pues la ultraderecha siempre se ha arrogado el derecho a asustar: disfruta con esa maldad. Sólo que, de unas décadas a esta parte, estaban de capa caída. No habían desaparecido, pues no se erradica la semilla del mal, pero les faltaba caldo de cultivo. Últimamente, sin embargo, parece que los jóvenes fascistas encuentran quien riegue esa planta carnívora que les crece en los puños. Se riega directa o indirectamente: ciertas palabras son abonos perfectos; ciertas actitudes, eficaces fertilizantes. ¿Qué pretendía el general Mena haciendo declaraciones de sesgo golpista? Dar un susto. ¿Qué pretenden los líderes del PP cuando justifican la actitud del militar? Dar un susto. ¿Qué pretenden cuando insultan con insistencia al Gobierno legítimo del país, cuando amenazan con magníficas rupturas de la unidad nacional, cuando emprenden ridículas acciones de ánimo desestabilizador? Dar un susto. ¿Qué persiguen sus voceros cuando acusan de buenismo a quien defiende los derechos humanos, la pluralidad, la democracia? Asustar con el mal.

Así que sus cachorros aprenden a dar sustos. Si bien se trata de sus cachorros más díscolos (o de los cachorros descarriados de un sistema donde las divergencias políticas, ideológicas, sociales o humanas no están por encima de la agresión), los toleran como se tolera a un hijo demasiado rebelde: con cierta secreta admiración. Si a estas alturas justifican a un general golpista madurito, cómo no comprender a los chicos, prendidos del ardor guerrero de la juventud. De lo contrario, y sin riesgo a caer en buenismo alguno, les explicarían que está mal dar puñaladas en el corazón a alguien, por punki que sea, o patear a alguien, por maricón que fuese. Que está mal, muy mal, amenazar la soberanía parlamentaria. Les inculcarían que no se va dando sustos por ahí. Les educarían.

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