Tragedia o engaño
El jueves de la semana pasada tuvo lugar en Madrid la presentación de la Fundación para la Defensa de la Nación Española, según los portavoces de la cual España "peligra" y está "en serio riesgo de desaparición"; "la máxima expresión del ataque a la Constitución, la soberanía nacional y España misma es el proyecto de Estatuto catalán", aseveró el presidente de la nueva entidad, Santiago Abascal, antes de añadir que "el reconocimiento de la nación catalana es demoledor para la unidad nacional". El acto, celebrado en un céntrico hotel, no reunió a un puñado de freakies o de extremistas lunáticos, sino a un selecto elenco de próceres que ocupan o han ocupado altísimos cargos públicos y tienen vendidos millones de libros. Entre los patronos de honor de la fundación se hallan el ex secretario general de la Casa del Rey, Sabino Fernández Campo; el magistrado del Supremo y vocal del Consejo General del Poder Judicial Adolfo Prego, el ex director del Instituto Cervantes Jon Juaristi; el vicepresidente del Parlamento Europeo Alejo Vidal-Quadras; el sociólogo Amando de Miguel, el historiador Fernando García de Cortázar; el filósofo Gustavo Bueno, etcétera, todos ellos juramentados para promover "el cultivo del patriotismo, la afirmación de España como nación y el fomento de la cohesión de la sociedad española".
En esos mismos días de finales de enero, apenas conocido el acuerdo estatutario entre Rodríguez Zapatero y Mas, el arzobispo de Toledo, monseñor Antonio Cañizares, se apresuró a advertir de que "está en juego la unidad de España" y a proponer rogativas de "todos los cristianos para mantener viva la unidad solidaria". Simultáneamente, un diario capitalino titulaba su editorial Cuando las Comunidades Autónomas engullen al Estado y añadía que "el acuerdo consolida el papel menguante del Estado". Otra cabecera sentenciaba que "el 'Estatuto de la Moncloa' debe ser rechazado", y según una tercera, "el pacto PSOE-CiU mantiene 14 artículos inconstitucionales". Para La Razón del pasado domingo, "el 65% de los españoles rechaza que Cataluña se defina como nación".
Entre los articulistas de la Corte, las reacciones han sido también contundentes, según puede juzgarse a través de este pequeño muestrario: "Adiós a España, adiós al Estado de derecho y adiós al PSOE, porque José Luis Rodríguez Zapatero ha vendido la unidad e integridad nacional de España por un puñado de votos nacionalistas. (...) Queda rota la soberanía nacional y la unidad de España como nación" (Pablo Sebastián); "el cambio de modelo de Estado lleva a la legalización de ETA y pone fechas a la secesión del País Vasco y de Cataluña" (César Alonso de los Ríos); "además de su probable inconstitucionalidad, el Estatuto entraña un cambio radical en la organización de la convivencia nacional" (I. Sánchez Cámara).
A su vez, la Federación de Asociaciones de Cuerpos Superiores de la Administración Civil del Estado (Fedece) se ha dirigido por carta al presidente del Gobierno para expresarle su preocupación por el futuro de los funcionarios de la Administración General del Estado si sale adelante el Estatuto catalán. Y mientras el Partido Popular pone en marcha su campaña de recogida de firmas, mientras Ángel Acebes declama que "está en juego si la soberanía reside en el pueblo español o en una parte", el golpista Antonio Tejero sale del desván de la historia para preguntarse, también él: "¿Qué es eso de que Cataluña es una nación? Muy cobardes seríamos si permitiéramos que esto se convirtiera en una vil realidad". En la red, decenas de ciudadanos con nombre y apellidos le dan la razón y ensalzan su "patriotismo".
¿Qué está pasando? Admitamos que en esta última oleada de alarmismo antiestatutario haya, como en las anteriores, una parte de impostura, de explotación partidista, de cultivo de un modus vivendi mediático, de manipulación. Pero ¿todo? ¿Está España poblada por una inmensa troupe de comediantes que fingen histeria y pavor, aun cuando saben que el borrador de Estatuto es una inocua tomadura de pelo a las aspiraciones catalanas? Yo no lo creo. ¿Qué ocurre, pues?
A mi juicio ocurre que, no cumplidos aún dos años de la salida del Gobierno de quien quiso aherrojar el proceso autonómico y transformar las comunidades autónomas en diputaciones provinciales, ese proceso está más abierto que nunca, sin cerrojo posible. Y ocurre que, de modo confuso y visceral, la opinión española percibe en el Estatuto catalán un salto cualitativo, la superación de un techo simbólico dentro de dicho proceso. Es obvio que, aunque a muchos aquí la fórmula nos parezca vergonzante, incluir la palabra nación referida a Cataluña en el preámbulo rompe un tabú bicentenario. Es evidente que la equiparación legal entre el catalán y el castellano en Cataluña (para ambos regirá el "deber de conocerlo") trastoca la concepción jerárquica del plurilingüismo tan extendida entre los españoles. Es indudable que el reconocimiento de unos derechos históricos catalanes como fundamento del autogobierno perturba e irrita a quienes han entendido siempre España como el marco de un relato histórico único, unitario y unidireccional. Si a ello le añadimos unas conquistas competenciales y financieras que avanzan -demasiado despacio tal vez- en dirección federalizante, se entenderá mejor la profunda y ruidosa alarma que sienten, allende el Ebro, arzobispos e intelectuales, militares y altos funcionarios, periodistas, políticos y ciudadanos de a pie.
En resumen: ¿tenemos sobre la mesa el cadáver de España -de una cierta idea de España- o el enésimo engaño a Cataluña? Convendría aclararlo, pero no es normal que buena parte del catalanismo califique de irrisorio lo que buena parte del españolismo considera desgarrador. Por lo menos, no había ocurrido nunca antes.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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