Objetivo: del terror a la política
La irrupción de Hamás como fuerza dominante en Palestina es la consecuencia de 30 años de errores cometidos por Israel y Arafat
Hasta las mayores convulsiones de la naturaleza tienen una prehistoria. La arrasadora victoria de Hamás en las elecciones palestinas se fraguó en los últimos 30 años y sus principales comadrones fueron Israel y Yasir Arafat. En 1967, el Estado sionista había obtenido la mayor victoria militar que el tiempo recuerda. En seis días de pericia y embriaguez derrotó a Egipto, Siria y Jordania. El profesor árabe radicado en Estados Unidos Fuad Ajami lo explicó sin que pareciera que lo deploraba en The Arab Predicament. Una teocracia había podido con otra. El Estado que rescataba de las simas mitológicas de la Biblia el copyright de su existencia había barrido a los seguidores de Alá. Una religión como política de lo cotidiano, el judaísmo, había hecho que pusiera los pies en polvorosa nada menos que todo un islam.
La Hermandad Musulmana, fundada por Hasan el Banna en 1928, y que había sufrido persecución hasta sumergirse en la clandestinidad en su país natal, Egipto, encontraba su primera gran ventana de oportunidad con el descrédito insondable de los Estados derrotados del Machrek. A comienzos de los años setenta, la organización que preconizaba la vuelta a una recóndita pureza original del islam comenzaba a llenar un vacío teolo-ideológico. Pero otra fuerza hallaba también su momento en la Palestina ocupada por Israel: el movimiento palestino de liberación, la OLP, velaba sus armas para alzar al pueblo contra la dominación extranjera, y si no laica, sí buscaba la raíz de su fuerza en el nacionalismo y no en la religión de sus mayores. Durante los primeros setenta, bajo la dirección de un artista del alambre, diríase que incombustible, Yasir Arafat, la OLP era el único imán de masas que agitaba Palestina.
La fuerza ocupante, sin embargo, tenía sus propios designios basados en una poco elaborada lectura de la historia. Amparada en su decisión de no negociar con una causa de la que ni reconocía la existencia (Golda Meir, primera ministra: "No existe el pueblo palestino"), a Israel le interesaba fomentar lealtades alternativas, y desde mediados de esa década no hallaba mejor útil que el islamismo para disputarle la querencia popular al rais Arafat. En 1975 la Hermandad podía abrir, así, una primera institución de Estudios Superiores, desde luego islámicos, en Cisjordania. Y en unos años serían tres las que actuaban en el falsamente recogido ámbito de lo religioso, mientras Arafat, señor de la OLP, recurría dolorosa e inútilmente al terrorismo para abatir a Israel.
El 9 de diciembre de 1987, la primera Intifada, sacudida de una juventud que comenzaba a descreer de la OLP casi tanto como aborrecía al ocupante, era la segunda oportunidad de los Hermanos. Días más tarde nacía Hamás, acrónimo del movimiento islamista palestino. Se dibujaba entonces una gráfica de vasos comunicantes: cuando la OLP crecía bajaba Hamás y viceversa. Si la firma de los acuerdos de Oslo-Washington, 13 de septiembre de 1993, hubiera dado lugar a un verdadero proceso de paz; si Israel no hubiera mantenido un desfachatado ritmo de colonización en los territorios ocupados; si Arafat hubiera querido o podido sujetar a los radicales de Hamás; y tantos otros síes que nunca llegaron a ser, la rama terrorista del islam palestino quizá fuese hoy sólo una anécdota.
El rais dedicaba más esfuerzo a durar como presidente de la Autoridad autónoma que a gobernar. Había aterrizado en 1994 en Cisjordania rodeado de una cohorte de colaboradores jurásicos, profesionales del exilio, paniaguados de varia condición, más algunos auténticos luchadores, y todos tan necesitados de sinecura como Arafat de una force de frappe que mantuviera extramuros del poder a los palestinos del interior, que creían que aquella era su tierra. Indolencia contra insolencia. El Gobierno de Arafat no ha sido exactamente corrupto, sino que empleó la corrupción como medio de gobierno.
Y esa ciudadanía palestina que Israel amuralla, acorrala, y aplasta: que no ve los frutos de una negociación vanamente apellidada de paz; y que abomina de un desgobierno ruinoso que engulle ayudas millonarias de Europa y Estados Unidos, protagonizó primero una nueva Intifada en septiembre de 2000, para ir reconociendo a empellones que Hamás era la única fuerza que socorría su necesidad y alimentaba su esperanza. El terrorismo se asume en Palestina como la lucha del verdadero David, el del cinturón suicida de explosivos contra los helicópteros artillados de Goliat. El grueso del pueblo no condena un terror que siente como su sola posible revancha.
Hoy, Hamás, auspiciada si no creada por esos tan defectuosos aprendices de brujo, se enfrenta a su tercera oportunidad: la de pasar a la política, renunciar al terrorismo, ya que no reconocer a un Israel dirigido por el doble inacabado de Ariel Sharon, el ceñudo Ehud Olmert, que no da muestra alguna de desearlo; pero quiere, en cambio, gobernar más como administración que como visión. Tiempo no le sobra. Nada sería más interesante, sin embargo, que ver cómo una bienvenida abjuración del antiguo terror obligara a Israel a demostrar si está o no dispuesta a negociar.
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