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Columna
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En tierra de nadie

Se da por hecho: "En Cataluña todos sois nacionalistas", me decía hace poco un madrileño joven y muy simpático que acababa de conocer. "Sois nacionalistas catalanes", añadió cerrándose a cualquier otra posibilidad, "pero no os dais ni cuenta. Como le pasa a Piqué, a Boadella e incluso a Serrat. ¿Más catalanes que ellos?, imposible". Y desgranó entonces una serie de consideraciones -irrebatibles en cuanto a la catalanidad de estos ejemplos- sobre los catalanes que nunca se han definido a sí mismos como nacionalistas e incluso han tenido el detalle de explicar públicamente que no se consideraban nacionalistas y por qué. No hubo manera de hacerle bajar del burro: para él resultaba lo mismo ser catalán que ser nacionalista y, por tanto, partícipe de la idea de ser algo aparte en el colectivo español.

La conversación discurría de forma amable y amistosa. Éramos tres: dos catalanes y el madrileño, profesional capaz, culto, inteligente. Un punto presumido de su propia universalidad -característica que hoy comparten muchos habitantes de la capital de España recién llegados a la idea de que el mundo es muy pequeño-, el madrileño sostenía que tras cada catalán hay un independentista en potencia, aunque no lo manifieste. "Sois soñadores, utópicos, románticos; pero vivimos en un mundo en el que todos dependemos de todos y eso os trastoca", remachó.

¿Y si no fuera así?, le dijimos. ¿Y si ser catalán no consistiera en ser nacionalista, ni romántico, ni independentista, ni utópico? "¡Es que entonces ya no seríais catalanes!", sentenció sin ironía alguna. Hubo que señalarle que un buen montón de catalanes se consideran ciudadanos del mundo: no vibran por patrias, ni banderas, detestan los himnos, no son fanáticos de la sardana o del pan con tomate y se solidarizan con los seres humanos en general. Intentamos razonar: se nace, por casualidad siempre, en un lugar al que se le toma cariño, cosa que le pasa a todo bien nacido con su paisaje y su gente; pero eso no impide la crítica a lo propio, cosa que no suele hacer cualquier nacionalista. Hay muchos catalanes así, le aseguramos alegremente antes de despedirnos.

Ese mismo día, unos jóvenes me abordan en la calle con el pretexto de una encuesta a nativos de Barcelona. "Sólo son dos preguntas", me convencen. La primera: "¿Se manifestaría usted a favor del Estatut?". No, respondo, ya he ido a muchas manifestaciones, he cubierto el cupo. Su cara de decepción lo dijo todo. Lanzaron otra pregunta: "¿Se considera buena catalana?". Sí, claro, dije sin pensar en la tontería que encerraba la pregunta. "Esa no era la pregunta, sino ésta: ¿es usted nacionalista?". Me acordé de mi amigo madrileño: ¿por qué tendría que serlo?, les respondí. "Porque usted es catalana, ¿o no lo es?". Acabáramos. ¡Claro! ¡Si uno es catalán lo normal es que sea nacionalista! ¡Y si uno es nacionalista, todo Estatut le parecerá siempre poco, lo cual le llevará, indefectiblemente, a manifestarse! In aeternum.

Les conté que un madrileño que acababa de conocer pensaba como ellos, tan catalanes. "¿Es usted nacionalista o no?", me apremiaron. ¿Y si no lo sé? "¡Imposible! ¡Nuestra encuesta confirma que todos saben que lo son, si son catalanes!". Ah, les tranquilicé: seré la excepción que confirma el cliché. ¿Satisfechos? Me miraron con desconfianza y se fueron. Era la segunda vez, ese día, que me preguntaban si no iba a manifestarme a favor del Estatut: así había comenzado la conversación con el madrileño, tan joven y clarividente como los jóvenes catalanes. Otra coincidencia: ni uno ni otros sabían que Franco ¡era nacionalista! -español, por supuesto- y que hay antepasados que marcan la historia colectiva. Y, todavía, la individual. Ir por libre, en tierra de nadie, sin etiquetas: simplemente heroico.

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