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Reportaje:

Espacio de la tierra y el mar

Un viaje de vuelta a los orígenes en las playas desérticas del cabo de Gata

Entró, una vez más, en la librería, de un modo casi inconsciente, como si alguien invisible la llevara, como si se le concediera un tiempo de descanso, un lugar para la contemplación. Entre los libros, ella recuperaba su tempo lento, su adagio. Él, en cambio, había vivido presto, aunque no quizá allegro.

Hoy vagaba entre los estantes con una extraña nostalgia. La nostalgia de la prisa de él, del "venga, vámonos". De repente se sentía distinta, y por primera vez necesitó ser rápida, como si recibiera de su marido muerto la herencia de la inquietud. Por eso cesó de vagar por la tienda y compró. Escogió dos libros: Ética a Nicómaco y El banquete, Aristóteles y Platón, quizá, él y ella, dos espíritus diferentes, pero hermanos. Al ir a pagar vio en el mostrador varios folletos con las bases de un concurso de cuentos. Cogió uno sin pensar. Pero después se desanimó al ver el género: relatos de viajes. Qué pena, pensó, ahora que acabo de escribir dos cuentos buenos, pero no de viajes, claro, yo de esto no sé. Sin embargo, guardó las bases en el bolso y salió a la calle. Era la cantinela de siempre: intentarlo y desistir. Todavía conservaba el cuaderno granate, el de los poemas, los que había escrito en cabo de Gata, en aquellos viajes, imbuida del desierto, sintiendo el numen que había inspirado los poemas de Valente por la vasta extensión de las dunas, la inmensa metáfora, el descubrimiento de la existencia del espacio. El espacio de la tierra. El espacio del mar. El mar donde había comprendido a Alberti, cuando el verso rebotaba por dentro de la caja torácica como una pelota de tenis: ¡por-qué-me-tra-jis-te-pa-dre-a-la-ciu-dad! Allí supo lo feliz que había sido en el vientre de su madre. ¿Por qué me desenterraste del mar? Porque sabía que pertenecía al mar; porque en las inmensas playas los dos encontraron su origen; porque de noche, desnudos, escuchaban el rumor de las olas y la marejada les tiraba del corazón.

Monsul y Los Genoveses

Pero ella qué iba a contar. Además, las bases decían "escribir sobre alguna experiencia vivida en el transcurso de su viaje". Le parecía estar viéndolos, escritores con vidas fascinantes no sabiendo cuál de sus aventuras escoger, qué lugares mágicos, qué momentos históricos. Ella, por el contrario, ¿qué iba a contar? A ella nunca le había pasado nada especial. Había tenido una vida vulgar, y no había tenido tiempo para dedicarse a escribir, a lo que hubiera querido, a tantas cosas que hubieran querido los dos, que sólo encontraron aquellos paréntesis de tiempo en los que escapaban a Almería. Durante años, él no había tenido vacaciones; ni ella, descanso, cuidando de los padres, los suegros, los parientes, que la consideraban rara, rara y quizá mala, porque no iba a misa, porque andaba siempre leyendo, porque no se arreglaba nada, porque no tenía hijos... Con el tiempo habían comenzado a disfrutar de algunos descansos, habían alquilado algún apartamento en zonas turísticas, pero no se habían encontrado a gusto hasta que descubrieron la zona de cabo de Gata, la playa naturista de Vera, las playas vírgenes de Monsul, Los Genoveses, Los Muertos... De esos viajes, ella recordaba el murmullo del mar; recordaba las noches en la arena oscura, adentrarse silenciosos en las olas y hacer el amor, invisibles, fundidos con el Mediterráneo y sus dioses. De sus viajes, ella recordaba el tacto del salitre en la almohada, pero cómo explicarles a otros que aquello podía ser tan hermoso.

No había experiencias que contar. La experiencia era ir dejando, kilómetros atrás, aquel pueblo pequeño y opresivo al que los había atado el destino. La experiencia era viajar atrás en el tiempo mientras descendían al sur, mientras el calor aumentaba, y mientras, sin aire acondicionado, se reían, se reían del frío, del trabajo, de las obligaciones familiares. Se reían de la araña oscura mientras abandonaban su condición de mosquitos y adquirían progresivamente la de águilas, en un cielo que se ensanchaba, grande y azul, sobre el desierto de Almería, sobre la orografía de una costa que recortó también su corazón.

Apolo mediterráneo

Desde San José caminaban hacia la playa entre las pitas, que florecían antes de morir. Probaban cada playa y cada cala; las piedras y la arena los complacían por igual, porque el Mediterráneo era amable, porque Apolo era rubio y dulce y no estaba en una cruz. Desnudarse era casi un ritual. Ante el Mediterráneo, ir dejando la ropa, como un árbol cansado que se despojara de su corteza. La ropa, esa piel de serpiente que caía, y con ella todas las vejeces del alma, toda la falsedad. Penetrar en la boca caliente del sur, en el reino de Poseidón; participar de la orgía del mundo; ser tierra con la tierra, ser agua con el agua. Primero, el balanceo entre las olas, y después, acostarse, hacer el muerto en el mar, mirar al sol, él explorando al otro lado de la duna, él haciéndose pequeño por el sendero que trepaba entre las rocas, ambos formando parte de algo más grande, de algo silencioso, de algo adonde no había llegado el lenguaje a imponer sus categorías, del espacio sin estructura humana, perdiendo el temor a la nada, fundiéndose con ella en una paz transparente.

Era su secreto. A los demás les decían que iban a otro sitio, pero detrás de los múltiples lugares que mencionaban sólo había un lugar. Cabo de Gata. Mentían para estar solos, para que los dejaran en paz, para no romper el hechizo. El desierto los llamaba cada año, y ellos se acercaban a él, que era su punto cero. Que era, verdaderamente, también cualquier lugar, que era el vacío y era la posibilidad de ser. Era, sobre todo, el punto cero de sí mismos. Donde podían encontrarse y resucitar. Pero no era una experiencia para contar en un concurso de relatos de viajes. Cabo de Gata les daba otros premios, les regalaba sus almas cada vez que juntaba sus cuerpos. Era su cuna mediterránea. No era nada para concursar.

Ya en casa, al dejar las bases en el cajón de la cómoda, se encontró cara a cara con la foto de Rodalquilar. Cuando él la había retratado junto a una palmera, en medio de las ruinas de una fiebre del oro española. Le decían que tenía algo especial, aquella foto, ella sabía por qué: llevaba en la mirada a los fantasmas, los había visto y los había oído; los llantos y los gritos de los obreros muertos, sepultados bajo las rocas, sepultados bajo la ambición del inglés o del franquista, de los que habían horadado la tierra en una mina eterna que jamás les concedió su oro. Ella se había sentido su hermana en la esclavitud. También ella, en la oscura galería del trabajo cotidiano; también ella, horadada como el monte de sus reproches, ansiando calor, ansiándolo a él atrapado en otro túnel; también ella añoraba la luz.

Mirador y laberinto

En las bases se concretaba incluso el número de caracteres del relato; en el cielo de su recuerdo no eran concretas, sino difusas, las líneas de los montes muriendo en el mar. Habían descendido el sendero que los condujo a la playa de los Muertos, habían ascendido a lo alto del mirador y habían tocado el horizonte; habían penetrado en el laberinto de Mojácar y, un año tras otro, se habían detenido en su plaza; habían acariciado el lomo felino de las dunas y les habían descubierto el otro lado; se habían detenido en pueblos pescadores siguiendo la serpenteante carretera; habían cruzado sobre el barranco del tesoro y habían imaginado los inviernos de sinuosos caminos a lomos de una mula; habían escuchado a Mozart mientras cruzaban las rosadas salinas al atardecer. No había historias que contar. No había más historia que su vida, la de los dos, ahora la de ella recordándolo, pronto la de la foto que los sumaría a los fantasmas. Después, la larga historia del mar.

Así que no se presentó. Él le habría dicho que sí, ella habría sonreído. Porque sabía que su premio había sido privado. Que su viaje había sido íntimo.

María José Vidal Prado quedó finalista de la quinta edición del Premio de Relatos de Viaje EL PAÍS-Aguilar con esta narración

Rocas en la pedregosa cala Carbón, en el  cabo de Gata (Almería).
Rocas en la pedregosa cala Carbón, en el cabo de Gata (Almería).JULIO LOZANO

GUÍA PRÁCTICA

Visitas- Playa de Vera. Desde la A-7, tomar la salida 535 o 529 y seguir hasta Vera. Luego tomar la C-3327 y la ALP-118 hacia Villaricos.- Playa de los Muertos. Desde la A-7, salida 429 y seguir por la N-341. Luego ALP-712 hacia Aguamarga.- Los Genoveses y Monsul. Desde la A-7, salida 479 y seguir por la ALP-206 hacia Los Nietos, y tomar la ALP-202 en dirección a San José.Información- Oficina de Turismo de Carboneras (950 13 60 52).- Turismo de San José (950 38 02 99).- www.almeria-turismo.org.

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