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Crónica:BARCELONA MUSEO SECRETO
Crónica
Texto informativo con interpretación

La nieve sobre el Tibidabo

De noche cuando lo veo encima del monte brillando como una joya de bisutería o como el maletín radiactivo en las últimas escenas de Kiss me deadly, de Robert Aldrich, me parece que el templo del Tibidabo debería envolverse en una campana de plástico o vidrio, esas campanas que si les das la vuelta nieva, como cae nieve artificial sobre la torre Eiffel, el Big Ben o la noria del Prater. Souvenir de Barcelona. Bibelot kitsch que fascina a los niños. Ya no hay forma de encontrar esas cápsulas con el Tibidabo dentro, pues aquí sólo nieva de uvas a peras y además el prestigio del templo votivo y el parque de atracciones como representación de la ciudad se ha transferido a la Sagrada Familia, que efectivamente tiene más méritos kitsch que cualquier otro fetiche arquitectónico para representar este nuestro tan estimado chiquipark.

Para este fin de semana el hombre del tiempo ha profetizado grandes fríos en la mitad este de la Península. (¡Qué oficio!, ¡qué oficio! ¿Qué harán con él cuando no está paseando el brazo ante un mapa? ¿En qué armario trastero o cuarto de las escobas guardan a ese augur atinadísimo? Si casi siempre acierta, ¿por qué sólo le dejan hablar del tiempo?). Le escucho mientras le doy vueltas a la cápsula de plástico, me gustaría preguntarle: ¿nevará en Barcelona? Me mira desde la pantalla y responde: sólo sobre la Sagrada Familia encapsulada. Sólo sobre los souvenirs de Barcelona, pues la nieve, como la lluvia en el soneto Borges, es una cosa que "sucede en el pasado". Y agrega que dentro de esa campana mágica se desplegará el Paisaje de invierno de Aaert van der Neer y la Adoración de los Reyes Magos en la nieve de Bruegel, teletransportados desde la colección Oskar Reinhart, en Winterthur; y afinando bien los ojos veremos también el famoso Paisaje de invierno de Bruegel en Viena, con sus cazadores que regresan a la ciudad caminando penosamente en la nieve bajo un cielo metálico...

El arquitecto de la Sagrada Familia, Antonio Gaudí, murió como es sabido atropellado por un tranvía; y atropellado por un camión en Bucarest murió Mijaíl Sebastian, el autor de la novela El accidente, donde la nieve aclara la mente y purifica el corazón del protagonista, según terapia que el mismo Sebastian había tenido ocasión de aplicarse, esquiando y respirando el aire puro de los Cárpatos para curarse de pesares bucarestinos; y el checo Jiri Orten, al que Ripellino define como "el poeta del invierno", tuvo entre sus últimos empleos, de los que les tocaban a los chicos judíos como él en la Praga ocupada, el de retirar nieve de las aceras y las calles, cosa que hizo hasta que lo atropelló una ambulancia. Los dos, el rumano y el checo, eran judíos, los dos cantaron la nieve, los dos murieron atropellados. Y esta última coincidencia en dos vidas tan trágicas y obras tan respetables pertenece sin duda al reino de lo grotesco.

En nuestro paisaje físico la nieve no cuenta, en nuestro universo simbólico representa la pureza y alude al papel donde hay que ir trazando signos como éstos, según el famoso verso de Mallarmé, para quien el papel defiende su blancura. Bien lo sabe Dios. Yo creo que Orten lo recoge lateralmente: "¡Siempre nieve! Cae silenciosa,/ es como una mano que escribe,/ ¡cuántas cosas debe recubrir!" y: "Patitas de nieve me han arañado/ en la cara, en los ojos, en el pecho". En la nieve del Cuaderno blanco de Rolando Sánchez Mejías, que habita entre nosotros, las patitas son las de un gato negro: "En medio del verano/ Nieve/ blanca/ Más bien en la no/ palabra?/ Más bien en la no/ escucha? (...) un gato por/ ejemplo/ sobre la/ nieve/ un/ punto/ se le divisa des-/ lizándose por/ la/ nieve/ lejos muy/ lejos...". Etcétera. A Rolando no lo conocía cuando hace unos años le vi en un café recitar precisamente este poema. Fue un espectáculo asombroso: un solo verso o dos, de muy pocas palabras, a veces partidas, ocupan cada página; y de pie tras un atril él los declamaba con gran vehemencia, y después de leerlos dejaba caer al suelo el papel, de manera que cuando acabó de recitar estaba rodeado de blancura, como Hans Castorp en aquel capítulo de La montaña mágica en que sale del sanatorio para emprender un paseo y se pierde en la nieve y en meditaciones trascendentales, o incluso como Robert Walser cuando salió del sanatorio y a mitad de camino le sorprendió un ataque al corazón y lo encontraron tendido en la nieve.

Pero Rolando, vivo, por fortuna. Nació y creció en Cuba y la meditación mallarmeana y nivosa de su Cuaderno blanco está en su tradición, que también es nuestra, en su herencia suramericana y cubana. Para los versos modernistas de Casal o Darío la nieve es un fenómeno exótico y decorativo como las chinoiseries o las japoneries, como los cisnes en los lagos. En otros toma figura de ausencia, de carencia, de rareza. Una vez fuimos con Rolando a ver la exposición del fotógrafo Mikailov, y nos acompañaba Prieto, el novelista de Livadia, reeditada como Mariposas nocturnas del imperio ruso, que había vivido años en Moscú, y ante las fotos terribles de borrachos terminales nos explicó cómo se quedan dormidos en la calle, los cubre la nieve y mueren congelados. Luego cuando llega el deshielo aparecen sobre el asfalto, y los rusos los llaman "flores de la nieve" o "flores del hielo"...

museosecreto@hotmail.com

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