No siempre lo peor es cierto
Seguimos metidos en el laberinto político de esta segunda transición, que, como la otra, no es ni rupturista ni reformista, sino todo lo contrario. El debate sobre la reforma del Estatut ha servido y sirve para sacar del armario muchos fantasmas, mientras cada uno presenta sus perspectivas y trata al mismo tiempo de modificar la correlación de fuerzas existente. Este gran juego de juegos, como podríamos definir este largo y tortuoso proceso, lleva camino de saldarse sin vencedores ni vencidos claros, y con muchos actores que se sentirán o presentarán a sí mismos como damnificados y beneficiarios. Las primeras evidencias tras la aparatosa puesta en escena del intercambio de legitimidades y apoyos entre Zapatero y Mas nos indican que el punto de acuerdo que va perfilándose deja insatisfechos a quienes, desde lógicas distintas, apostaban por todo o nada. Pero probablemente, como decía Calderón, "no siempre lo peor es cierto".
No es ninguna novedad constatar que en esta ocasión, como en muchas otras, ha existido una gran falta de comunicación entre políticos, comentaristas y ciudadanos, enfundados y blindados en sus respectivas creencias, certezas y trincheras. Y también esta vez podemos volver a preguntarnos, como hacía Albert Hirschman en su magnífica obra sobre la retórica de la reacción: "¿Cómo han llegado ésos a pensar de esa manera?". Hirschman nos hablaba de tres constantes argumentativas en el pensamiento reaccionario (o reactivo, si queremos evitar el sentido peyorativo que ha adquirido el adjetivo reaccionario). El primer argumento es muy simple, pero probablemente por ello está muy recurrentemente presente en todo proceso de cambio: lo único que se va a conseguir tratando de cambiar tal o cual cosa va a ser lo contrario de lo que se busca. En el caso del Estatut, el argumento de la perversión ha estado muy presente en el bando contrario a la reforma, que ha insistido de muchas maneras distintas en que la mejora del autogobierno de Cataluña provocaría un aumento aún mayor de las insatisfacciones cruzadas que se manifestaban previamente al proceso de cambio. Y también un significativo sector del nacionalismo catalán, precisamente el que al final ha precipitado el acuerdo, ha estado aludiendo a la posibilidad de que la reforma acabara en el llamado "autogol", provocando una situación peor que aquella de la que partíamos.
El segundo gran argumento reactivo es el de la futilidad: el cambio va a ser puramente cosmético, las estructuras profundas no van a modificarse. Este argumento es tan simple como el anterior, pero es incluso más insultante en relación con los que propugnan el cambio. En el campo más reticente al proceso de reforma se ha insistido en que los cambios que se propugnaban desde Cataluña no satisfarían a la bestia nacionalista, que en el fondo sólo busca la independencia y la fractura de la unidad nacional-estatal. Y también los más escépticos con la capacidad real de aceptación de la pluralidad nacional de las élites político-administrativas españolas no dejan de recordarnos que no hay posible transformación voluntaria del nacionalismo español y, por tanto, que lo que acabaremos obteniendo van a ser migajas en comparación con lo que se pretendía obtener, confirmando el argumento lampedusiano de "que todo cambie para que nada cambie".
El tercer gran argumento clásico en la perspectiva reactiva y conservadora ante las dinámicas de cambio es el de las amenazas, los peligros o las consecuencias no previstas e inaceptables que el proceso de cambio va a provocar. Aquí el sector más puramente reaccionario del nacionalismo español ha desencadenado un sinfín de perspectivas apocalípticas que hacen palidecer las plagas bíblicas. La fractura de España; el saqueo de la economía del país; la desatada avaricia catalana, definitivamente insolidaria con los más necesitados del resto de España; la voluntad de generar un sistema de derechos totalmente distinto, y la amenaza de expulsión de los que no hablaran catalán han sido algunas de las perlas que se han ido desgranando en estos largos meses de acoso y mixtificación. En Cataluña el argumentario amenazador ha jugado más con el posible proceso de descafeinado de ese procedimiento y con la pérdida de potencial de reconocimiento de la diversidad catalana que acabaría teniendo la generalización posterior de los acuerdos alcanzados.
Desde el lado más proclive al cambio, el argumentario tiende a minusvalorar las críticas reactivas, aludiendo a que todo proceso de cambio acaba reforzando procesos anteriores y permite seguir avanzando; a que lo que sería absurdo y fútil sería oponerse a los cambios históricos ya en marcha y a que los peligros están más bien en no cambiar. Ese conjunto de argumentos han estado y están presentes también en el debate del Estatut. Y permiten hoy que se hagan lecturas más positivas de la dinámica de acuerdo, entendiendo que ello no cierra nada y que las mejoras son tan sustanciales que van mucho más allá de un pacto del Majestic renovado. En efecto, si por un lado es cierto que la perspectiva de acuerdo y de transacción se aleja del modelo bilateral de nuevo cuño que establecía el texto aprobado por el Parlament el pasado septiembre en las relaciones Estado-Generalitat, también está claro que el marco competencial resultante es clara y sustancialmente mejor que el que teníamos. Tampoco nos acercamos al modelo de cuasiconcierto en materia de financiación, pero la resultante final y la posibilidad de construir un marco tributario propio no pueden en absoluto desdeñarse. No se acepta la inclusión jurídica de nación, pero el agujero en la línea de flotación del uninacionalismo español no dejará de crecer, como comprobaremos en pocas semanas en Euskadi. En definitiva, el texto final que salga de las Cortes y que se deberá someter a referéndum en Cataluña no provocará entusiasmos en los que esperaban más de ese agotador proceso, pero dejará notablemente desarmados a los que pretendían cercenar de raíz la perspectiva de mejorar el autogobierno catalán. Del largo proceso deliberativo sale reforzada la legitimidad del sistema para contener un conflicto presentado por algunos en forma agonística y que no ha quedado para nada resuelto. Y todos hemos aprendido que seguimos pudiendo estar en desacuerdo y en conflicto, sin dar la razón a los que siempre temen lo peor.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.
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