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Columna
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El muerto

Elvira Lindo

África era el nombre de una mujer diminuta, beata y solterona que vivía al lado de la casa de mi abuelo. La solterona avanzaba encogida todas las tardes por la calle mayor. Llevaba el brazo un poco adelantado, el cuerpo seguía a ese brazo y el brazo seguía a la mano que con un rosario entre los dedos parecía señalar el final de sus pasos: la iglesia. Iba deprisa, con la ligereza de un gorrión, casi sin tocar el suelo, como si corriera el peligro de que no la dejaran entrar. Los pasos de África eran como un segundero, ella toda era un reloj andante: la veías pasar y sabías que faltaban cinco minutos para las ocho de la tarde. Luego ya de vuelta la mano se le volvía hacia el corazón, como si aún estuviera digiriendo la homilía. África fue vieja, soltera y beata desde su juventud, una de esas mujeres solitarias a las que nadie parece hacer mucho caso. Después de misa, se sentaba en corro con las otras mujeres, callada casi siempre, tal vez con miedo de que sus comentarios beatones y su voz mínima fueran objeto de burla de los niños que la mirábamos como a un bicho raro. Un día África faltó a su cita con Dios. A los niños y a los jóvenes les pasan inadvertidos esos fallos de la rutina, pero no al batallón de mujeres que vigilaban entonces la vida comunitaria. No ha habido servicio de inteligencia que pueda competir con semejantes observadoras de la vida cotidiana. Esperaron unas horas y finalmente entraron en casa de la beata y supieron lo que ya imaginaban, que había muerto. Sería absurdo idealizar el mundo de ayer pero no hay que dejar de admitir que las personas solas podían sentirse protegidas por la vigilancia vecinal, que en muchos casos se convertía en terrible opresión, claro. Lo pienso ahora cuando leo que en una concurridísima línea de metro que atraviesa Brooklyn un hombre de sesenta años que sufrió un ataque cardiaco ha viajado muerto durante siete horas, aparentemente dormido. Imaginas que compartiría asiento con otros que dormirían el sueño de los vivos a su lado después del trabajo, con parejas que irían besándose, con borrachos que dormirían la curda en el hombro del muerto, con niños comiendo patatas con ketchup. Ahora el hombre está menos solo, en el cementerio, rodeado de muertos.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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