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Sobreactuación estatutaria

Como sabe cualquier alumno de primero de Derecho el Estatuto es una suerte de Constitución de la Comunidad Autónoma, como aquella es la norma de cabecera del ordenamiento autonómico y la norma institucional de la Comunidad. Va de suyo que, dada su condición, un Estatuto será tanto mejor cuanto mayor sea el grado de acuerdo político que consiga, exactamente igual que con la Constitución sucede. Y, por las mismas razones, porque tanto la Constitución como el Estatuto definen el orden de convivencia y con él las reglas del juego. Por ello no parece muy inteligente redactar sus normas sin el acuerdo de al menos todos aquellos que de un modo u otro tienen asegurado el acceso a las instituciones de autogobierno, de lo contrario, si se excluye a alguien, puede darse el caso que ese excluido, merced a un cambio en las preferencias del electorado, se torne en clave para la formación de mayorías y gobiernos y se halle así en inmejorable situación para producir inestabilidad de las instituciones. Todos los eventuales candidatos a desempeñar ese papel, tanto si están o han estado en las Cortes como si no, están en estos momentos fuera del acuerdo estatutario. La conclusión cae por sí sola: si no se estima necesario resulta cuanto menos conveniente que el acuerdo se amplíe, en especial si no afecta a elementos esenciales de lo ya acordado. Y eso es exactamente lo que está sobre la mesa, al menos desde el pasado verano.

El anuncio del secretario general de los socialistas, señor Pla, de favorecer dos cambios en la redacción actual, reduciendo la barrera electoral (que el presidente del Gobierno ya asumió explícitamente el día en que se voto en el Congreso la toma en consideración, conviene recordarlo) y retornando a la redacción actual en la cuestión de la denominación del valenciano, al efecto de ampliar la base política de la reforma estatutaria, ha provocado reacciones desmedidas que van de las acusaciones de traición a sacar a pasear el cuerpo incorrupto del anticatalanismo de tercera división. Mucho me temo que el portavoz popular, señor Castellano, mi amigo el señor González Pons y nuestro presidente estén sobreactuando, su reacción ha sido tan estridente que no resulta nada difícil detectar en ella más de una nota falsa. Por de pronto, y en lo que hace al fondo del asunto, no parece muy serio sostener que sea esencial la presencia de una regla que no está prácticamente en ningún estatuto a título de definitiva, ni que se pretenda volver a la redacción actual en punto al adjetivo del valenciano. No voy a decir que esas cosas sean irrelevantes, pero desde luego esenciales para el estatuto no son. Este sería el mismo tanto si esas cosas están como si no están. Y, por cierto, ninguna de ambas satisface en ninguna de las alternativas a los partidos nacionalistas catalanes que, en lo que les interesa -que es más bien poco, para que nos vamos a engañar- estarían más bien por una fórmula balear que nadie ha propuesto.

El único argumento potable es que se han roto acuerdos. Ese sería un argumento serio si estuviéramos al final del proceso, pero no es así, es cierto que no estamos al principio, pero desde luego estamos aún muy lejos del final. Que a lo largo del proceso las posiciones cambien y con ellas los términos y condiciones de la negociación está en la lógica de la misma. Es más, algunas cosas tienen necesariamente que cambiar. Por ejemplo: si el PP ha insistido hasta la saciedad -y con razón- que la reforma debe respetar y debe ajustarse a las leyes orgánicas del Estado que la Constitución habilita para ello, visto que están sobre la mesa cambios en la del Poder Judicial y en la de Financiación, habrá que cambiar el proyecto de reforma para que ese ajuste se dé, especialmente si se considera que la polémica organización financiera del proyecto catalán va a acabar pareciéndose más a la defendida por el señor Piqué que a la sostenida por ERC. El proyecto catalán se valencianiza. De otro lado no es inoportuno recordar que el PP acordó en su día suprimir del Estatuto la barrera electoral si había acuerdo sobre el conjunto (Informe de la Comisión de Estudio páginas 10 y 11, puede verse en la web de las Cortes), o que asumió la condición de autoridad lingüística de la AVL (idem página 9), cuya ley de creación recoge negro sobre blanco la unidad de la lengua, y que por cierto no sólo fue propuesta, pactada y votada por el PP, sino que lo fue con la adhesión entusiasta de los actuales dirigentes conservadores sobreactuantes. Ciertamente, puede ser molesto que existan las hemerotecas.

De hecho la sobreactuación era esperable, sencillamente porque es una manera de tratar de mejorar la posición propia con vistas el proceso de tramitación. Puede suceder que la sobreactuación sea excesiva, si hay que juzgar por las diferencias de matiz entre la dirección nacional y los portavoces locales del PP, motivos hay para pensarlo, en cuyo caso no está de más recordar con el clásico que el exceso es perjudicial por definición. Por mucho que se empeñen el presidente y mi amigo el señor Portavoz no pueden pasar por más blavero que UV, eso no se lo cree nadie, y puede estar alimentando el globo de algún sujeto dudoso que ambos conocemos de antiguo.

Lo malo para el PP, y por eso su reacción es excesiva, es que no dispone de muchos medios de fuerza frente a las mayorías que puedan formarse en el Congreso y en el Senado. Su arma fundamental, poco menos que única por otra parte, es hacer votar en las Cortes la retirada del proyecto de reforma. El inconveniente es que a la misma le sucede lo mismo que a la bomba atómica: los daños son de tal magnitud que su uso se torna inverosímil, el compromiso del PP y de sus actuales dirigentes son tan fuertes, y los daños que sufrirían si se hiciere tan grandes, que las amenazas de retirada no resultan creíbles. Y no hay más, porque las Cortes sólo se pronuncian sobre la reforma si ésta es rechazada, pero no si es cambiada. Es cierto que hay sendas resoluciones de los presidentes del Congreso y el Senado que dicen que los cambios deben ser aprobados por las Cortes, pero no es menos cierto que tales cláusulas son inconstitucionales: si la mayoría absoluta del Congreso no puede por si sola reformar un Estatuto, mucho menos puede hacerlo la sola voluntad de la persona de su presidente. En rigor la gran arma del PP no está en las reglas, sino en los usos: aunque es teóricamente posible "pasar" la reforma sin el PP, de hecho los inconvenientes que se siguen de esa conducta son tan grandes que la hipótesis resulta escasamente creíble. La solución menos mala para todos es hacer lo que hasta la fecha: negociar y pactar, y hacerlo hasta el último minuto. Si es que en verdad se quiere que tengamos un nuevo Estatuto, claro.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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