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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Nuevo Estatuto al fin

Ha habido entendimiento entre Zapatero y Artur Mas, y lo habrá con el resto de los participantes en la negociación del nuevo Estatuto catalán, porque para todos ellos era peor el desacuerdo que el acuerdo. Aparte otras razones, porque los negociadores catalanes sabían que difícilmente encontrarían una ocasión comparable si el fracaso de esta iniciativa llevaba al PSOE a la oposición. Había alguna duda en el caso de CiU dado que está fuera del gobierno catalán, y le tentaba la hipótesis de fracaso seguido de elecciones anticipadas. Pero sólo podría asumir el coste de la ruptura si era capaz de trasladar la responsabilidad a la intransigencia del Gobierno. Zapatero ha actuado de forma que Artur Mas pueda apuntarse el éxito, e incluso le ha dado la oportunidad de ser él quien informe de los acuerdos.

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El pacto final del Estatuto queda sólo pendiente de leves reparos de ERC

Su satisfacción es proporcional a la incomodidad de ERC al verse de nuevo apartada de la jugada decisiva, como en septiembre. Ahora se ve que ciertos movimientos no eran casuales; que el Gobierno se había asegurado el recambio por si algún día los de Carod cumplían sus periódicas amenazas de retirar su apoyo a Zapatero. No es que los socialistas quieran cambiar de socio, sino que han querido demostrar a Esquerra que sí tienen alternativa. Porque para aprobar el nuevo Estatuto en Las Cortes, los votos de ERC no son imprescindibles.

Pero el acuerdo es el resultado de un pacto. Aunque el texto llegó avalado por el 90% del Parlamento catalán, una mayoría de los ciudadanos de esta comunidad compartía con la mayoría de los ciudadanos del resto de España la preferencia por el pacto; es decir, que no compartía la idea, inicialmente defendida por algunos sectores nacionalistas, de que el Parlamento español debía limitarse a convalidar el anteproyecto catalán. Un pacto implica cesiones recíprocas, y es lo que ha habido. Contra lo que sostiene cierto soberanismo declamatorio, ello no reduce, sino refuerza, la legitimidad del Estatuto que resulte.

Un ejemplo es lo sucedido con la definición de Cataluña como nación. Los ciudadanos de Cataluña tienen derecho a pensar y sostener que Cataluña es una nación, pero hacerlo figurar así sin más en el Estatuto equivale a dar por supuesto que esa convicción es compartida por las partes que pactan, España y Cataluña. Y eso no es así; ni la mayoría de los diputados de las Cortes ni la de los españoles en general asume esa definición. El Estado no podría reconocerla sin asumir el riesgo de que un hipotético gobierno nacionalista decida un día tomar pie en esa aceptación para proclamar el derecho unilateral de ruptura, o para interpretar el deber de conocimiento del catalán de una manera que afecte a derechos políticos de los ciudadanos, por ejemplo.

Se ha buscado una solución pragmática. Se admite e inscribe en el preámbulo que los catalanes, a través de su Parlamento, consideran a Cataluña como nación, pero se remiten sus eventuales consecuencias a la distinción constitucional entre nacionalidades y regiones: ni más, ni menos. Y para que no haya dudas, en el articulado se vuelve a la definición como nacionalidad en los términos del Estatuto aún vigente. Se toma así la palabra a los nacionalistas que habían dicho que se trataba de un reconocimiento simbólico, sin consecuencias jurídicas. La cuestión no depende de que vaya en el preámbulo o en el articulado -en ambos casos podría tener consecuencias jurídicas, al menos a efectos interpretativos-, sino en que se evite una definición diferente a la constitucional.

Algunos portavoces nacionalistas habían condicionado su actitud final ante esta cuestión al grado de acuerdo en el tema de la financiación. Artur Mas vino a decir que, al margen de los contenidos concretos, lo principal era que se había cambiado el sistema, asumiendo lo esencial de sus planteamientos sobre financiación. De momento, sin embargo, no habrá Agencia tributaria única que recaude todos los impuestos en Cataluña, incluidos los del Estado, como planteaba el anteproyecto, sino una agencia consorciada.

Habrá tiempo de discutir la letra pequeña del acuerdo y otras cuestiones polémicas como las inversiones del Estado en Cataluña con más detalle. De momento, es bueno que haya acuerdo, que el Estado haya demostrado fuerza para no ceder en cuestiones que pondrían en cuestión su función como garante de la igualdad y solidaridad y que ello sea compatible con una actitud no intransigente en cuestiones en sí mismas discutibles. Son tan excesivas e inexactas las palabras con que Eduardo Zaplana ha reaccionado en nombre del PP ante el acuerdo -en contraste con la reacción de todos los otros partidos e incluso de los líderes del PSOE más reticentes- que no hacen más que subrayar el momento político en que Zapatero alcanza uno de los objetivos más trascendentes que se había marcado para su primera legislatura.

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