La Cassanata
En menos de tres minutos, Antonio Cassano cumplió el protocolo del nuevo cómplice en la oficina del prestamista Lopera: el miércoles, con la musculatura destemplada todavía, guardó el pendiente en el joyero, abrillantó sus dedos de carterista en el hoyo del mentón, se repasó las cicatrices de acné que acreditan su vocación patibularia, saltó al campo con la mirada distraída del buen timador y perpetró la jugada lista de la semana. Tentó a Doblas en la pechera, le dejó discutiendo con el niño Ramos y se deslizó hacia el escaparate virtual de la portería. De pronto, rompió la luna y se llevó su tarta preferida. En Italia la llaman Cassanata.
Con ello mostraba de una sola vez los valores genuinos de su escuela. Como algunos de sus más ilustres colegas, llámense Rivera, Antognoni, Baggio, Zola o Rossi, él empezó siendo un brillante aprendiz. Venía de la memoria profunda del calcio, incorporaba las habilidades de los antiguos orfebres locales y tenía un repertorio clásico, a veces simplista y a veces barroco, en el que se cruzaban el tacto y el ingenio. Formado en la tradición de las primeras figuras, estaba poseído por un espíritu burlón que se expresaba indistintamente como un soplo de perfume o como una nube de veneno.
En el primer caso, Antonio exhibía un sinfín de recursos en los que se combinaban, con toda naturalidad, la intuición, la pasión y el cálculo. Conseguía alternar, en mitad de un sprint, la diagonal más académica con el quiebro más heterodoxo. Muchas de sus jugadas eran así una variada demostración de impulsos atléticos y gestos musicales. En ellas, ni la tensión desbordaba la armonía ni la rapidez entraba en conflicto con el orden.
Pero Antonio revelaba su verdadera naturaleza en los bajos fondos de la cancha. Acostumbrado a competir contra sicarios y otros deportistas de mal vivir, tuvo que hacer de la necesidad virtud y decidió añadir a su catálogo profesional todos los trucos y emboscadas del buen camorrista. Esa disposición le valió un sólido respeto entre los matones del campeonato y le costó media docena de trifulcas con sus propios capos. Ya se sabe: el sistema nervioso tiene razones que nunca entenderá el entrenador.
Poco a poco, la presión arterial ha hecho de él un tipo rudo cuya sensibilidad sólo se manifiesta en las situaciones extremas. En la disputa más agria, cuando los tacos se electrizan y las espinilleras echan fuego, es capaz de abrir la caja de las chispas y dejarnos un control remoto, un toque de espuela, un pase de pecho o, en fin, la puñalada de pícaro más infame, alevosa y exquisita de la historia de la mala fama.
Es la Cassanata de Antonio. Con miel, con hiel o con dinamita, tiene todos los matices del gol.
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