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Los sesentones del PSOE y la generación de Zapatero

Los hombres que dirigieron-dirigimos el PSOE y/o el Gobierno de la nación de 1975 a 1995, superamos ahora, con algunas excepciones, los sesenta años y por lo general no estamos en los círculos de dirección del partido ni del Gobierno encabezados ambos por José Luis Rodríguez Zapatero y por hombres y mujeres (ahora sí, entonces no las había en puestos de importancia) de una generación posterior. Otro elemento común a aquella generación es que, por lo que se lee y se oye a los que hablan y publican, es que es bastante crítica con lo que llamaríamos el segundo debate territorial; o, más claro, es extraordinariamente ácida con el Estatuto de Cataluña que el Parlament envió a las Cortes. Sin ser el que esto escribe en absoluto entusiasta del texto que Barcelona envió a las Cortes sino todo lo contrario, aún lo soy menos de una visión esencialista y sacralizada de España. Pero es que además creo percibir una cierta incomprensión generacional de los que mandaron con los que mandan ahora, una especie de retintín del supuesto viejo zorro frente al supuesto neófito. No debe ser ajeno a ello la exclusión demasiado brusca y extensa de todo el que tenía más de 55 años cuando Zapatero y su grupo ganaron el 35º congreso del PSOE. Creo que aquello, si fue una decisión sistemática, fue una equivocación y que todas las generaciones son importantes para sacar adelante un proyecto de país con probabilidades de éxito; pero responder con la misma moneda no es menor error y algo de ello percibo cuando observo la virulencia con que es criticado el presidente del Gobierno y secretario general del PSOE por algunos que, precisamente por haber ejercido responsabilidades importantes de gobierno, saben lo difícil que es manejar la cosa pública.

Es más, algunos de los críticos sesentones hacen valer su papel como constituyentes en 1978 para descalificar lo que ahora se está haciendo. Pues bien, quien esto escribe fue diputado constituyente y ve más sintonía en el espíritu que animan las actuales reformas estatutarias, y no sólo la de Cataluña, con el clima y el ambiente que animó la elaboración de la Constitución del 78, que lo que ahora dicen, con veinticinco años más, algunos de los protagonistas de entonces. A finales de los setenta se tuvo que contar, como no podía ser de otra manera, con los elementos de la realidad social, política, económica de una España que recién salía de una larga dictadura y hoy, en cambio, tenemos a una España mucho más democrática, avanzada, próspera y progresista gracias en parte a esa generación de sesentones. La letra, pues, no puede ser la misma que en 1978.

No puedo creer que la propuesta de nuevo Estatuto de Cataluña, aprobado por el 90% del Parlament y con la simpatía de la mayoría de la población de aquella comunidad, sea el capricho de alguien (Maragall) o la imposición de otros (ERC), aunque podrían haber logrado el mismo o mayor apoyo en la sociedad catalana sin tanta verborrea identitaria y soberanista. ¿No es más razonable pensar que, al margen de su literalidad, responde a una necesidad de desarrollar la Constitución, 25 años después de ser aprobada? ¿Puede contemplarse como signo de normalidad que el texto que llegó de Barcelona sea debatido y negociado en las Cortes, donde reside la soberanía popular, y que todos aceptemos lo que la mayoría adopte y en su caso el Tribunal Constitucional no rechace? Por cierto que otra diferencia sustancial, que mis amigos y compañeros de tantas luchas no tienen en cuenta, es que la derecha centralista de ahora no es la de entonces. La UCD de Adolfo Suárez, después de unos comienzos titubeantes, llegó a comprender y compartir la realidad de una España plural y diversa, abandonado la "una, grande y libre" de sus orígenes. Hoy el PP, la derecha realmente existente, no sólo no quiere avanzar un milímetro sobre lo aprobado en 1978 sino que ha retrocedido a visiones preconstitucionales como aquella de "más vale una España roja que una España rota" y hace una lectura estrecha y restrictiva de la Constitución, a la que se opusieron cuando eran Alianza Popular precisamente porque la consideraban muy progresista.

Es justamente el PP aznarista el más directo responsable de la efervescencia y crecimiento espectacular que han alcanzado los nacionalismos periféricos tanto en Cataluña como en el País Vasco. Sin el discurso y la política frentista que desde los Gobiernos de Aznar se emprendiera, sobre todo desde la mayoría absoluta del año 2000, descalificando todo lo catalanista o vasquista, situando al mismo nivel al PNV o a ERC que a la banda terrorista ETA (Mayor Oreja dixit)... el nacionalismo vasco o catalán no hubiera crecido ni se hubiera radicalizado como lo ha hecho. Me sorprende que algunos de los antiguos dirigentes socialistas no lo vean así, porque es un elemento esencial de la nueva realidad con la que tiene que lidiar el equipo de Zapatero y él mismo. Es lógico y esperable que el PP intente impedir el éxito de Zapatero con el Estatut o con la paz en el País Vasco, porque en ello se juegan sus intereses partidarios y electorales, pero algunos experimentados dirigentes socialistas de los ochenta no deberían caer en esa trampa.

Luis Yáñez-Barnuevo es diputado al Parlamento Europeo.

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