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Columna
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A vueltas con los inmigrantes

No se trata de ninguna metáfora. Esta misma semana, un avión ha vuelto a traer a Valencia inmigrantes arramblados en Canarias y los ha dejado en el Cap i Casal para que se apañen. Al ayuntamiento de la capital no le hace ninguna gracia -¿a quién se la haría?- que los subsaharianos vivaqueen como puedan bajo el puente de Ademuz y propone que pernocten en Torrent, donde muchos de ellos trabajan durante el día. Ya conocen la airada respuesta del consistorio de Josep Bresó, acusando a su homóloga de Valencia de quitarse las pulgas de encima, eso sí, con palabras más finas o, al menos, políticamente más correctas.

Visto lo visto, ¿tenemos alguna estrategia de inmigración o sólo es retórica? Con inmigrantes trashumantes y sin empleo fijo, ¿puede hablarse de política asistencial? La entrega de unos bocatas y alguna manta a personas que no conocen el idioma ni saben siquiera en qué ciudad están ¿resolverá el futuro de esas gentes?

Cada una de las distintas administraciones -estatal, autonómica y municipal- mira a las restantes y les exige que actúen. Pasa lo mismo con el tema de la seguridad o con cualquier otro asunto incómodo: la culpa siempre la tienen los demás, ya sea por cuestión de competencia, de coordinación, de falta de recursos o por cualquier otra razón exculpatoria.

Todavía no hemos hecho un pan como unas hostias, que dice el dicho popular. O sea, aún no hemos creado guetos discriminadores y explosivos, como en la banlieu parisina, por ejemplo, pero no será porque no realicemos todo lo posible para conseguirlo. El último padrón cuantifica en 4.692.449 el número de ciudadanos de la Comunidad Valenciana, donde se concentra el 10,64% de la población de España. De ellos, el 12,4% son extranjeros.

Bien es verdad que esa población foránea es heterogénea y con status antagónicos. Por una parte, tenemos los jubilados de media Europa, lo que, aparte de las ventajas que conlleva, nos crea un problema de atención sanitaria de mil narices, con perdón. A ellos, además, hay que añadir, según el Instituto Nacional de Estadística, al menos otro millón de personas vinculadas de una u otra manera a la Comunidad y que, sin estar censadas aquí, gastan, consumen y requieren servicios asistenciales, ya sea porque veraneen, hayan inmigrado ilegalmente o vengan para recibir una atención sanitaria de calidad. Sin contar con ellas, en doce municipios de Alicante residen ya más extranjeros que nacionales, con una tasa de foráneos en la provincia que dobla la del conjunto de España.

Pero hablábamos de los otros inmigrantes, de quienes vienen buscando un trabajo y un bienestar de los que carecen en su país de origen. Según el CIS, su presencia ha pasado de ser una cuestión intrascendente para los españoles a creer que ya hay demasiados inmigrantes. Sólo este dato debería servir para encender la luz de alerta, si no roja, sí al menos la de color ámbar de cautela ante evidentes riesgos de marginación, exclusión y xenofobia. Mínimos incidentes, aún, de agresiones a algunos subsaharianos deberían prevenirnos ante esos peligros. El propio ministro Caldera, llevado de la fe del neófito, dijo al comienzo del proceso masivo de legalización hace un año: "España puede acoger un 10% de inmigrantes". Pues bien, señor ministro: ya estamos en esa cifra. Y, ahora, ¿qué?

Los sindicatos UGT y Comisiones aconsejan a los inmigrantes ilegales que aún existen -¿medio millón?, ¿un millón?- que regresen a su país de origen e intenten volver con los papeles en regla gracias al Catálogo de Ocupaciones de Difícil Cobertura. Pero ni por ésas. Las posibilidades de regularización son amplias: arraigo social, laboral y excepcional "por razones humanitarias". Aun así, una cifra es la de inmigrantes regularizados, otra mayor la de empadronados y una última la de personas de carne y hueso más allá de las estadísticas legales. Al fin y al cabo, ¿qué supone una modesta expulsión temporal por cinco años al ilegal a quien se le pille? Además: ¿quién se toma la molestia de llevarlo a cabo en un país en el que, como decía el otro, las leyes están hechas para incumplirse?

Pues ya ven. O se le pone pronto el cascabel al gato, o perpetuaremos la explotación laboral, la marginación social y la incipiente xenofobia. ¿Queremos, además, que nuestras ciudades sufran la degradación del downtown de Los Ángeles, o del Harlem neoyorkino, donde el 40% de los edificios están abandonados y en estado de ruina? Lamentablemente, hay ya demasiados precedentes negativos para que podamos aprender de ellos. Hagámoslo.

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