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Columna
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Artículo 8º

En noviembre de 1905 se produjo el triunfo de una candidatura catalanista en las elecciones municipales. Pocos días después, el semanario humorístico Cu-Cut publicaba la siguiente viñeta que fue reproducida también en La Veu de Catalunya: Al fondo se ve un grupo de gente sonriente y eufórica celebrando algo. En primer plano un militar de uniforme le pregunta a un transeúnte "¿Qué se celebra?", y este le responde: "El banquete de la victoria". Entonces el militar se queda un poco perplejo y dice: "Ah... bueno, serán paisanos".

Aunque desde hoy es difícil captar el matiz irónico que subyace en la caricatura, hay que considerar que en aquella época el ejército español llevaba prácticamente desde Lepanto sin poder colgarse una medalla y que alguien le recordara esa vergüenza en plena resaca del desastre colonial, fue motivo suficiente para que el famoso ardor guerrero de la casta militar saliera a relucir con su habitual ímpetu. Efectivamente, dos días después, 300 oficiales de la guarnición de Barcelona se reunieron en la Plaza Real, según un plan que habían acordado previamente en El Café Español, y armados de hachas asaltaron la imprenta Gálvez, donde se tiraba el Cu-cut, prendiendo fuego a todo cuanto podía arder. A continuación se dirigieron a los locales de la redacción, en la calle Cardenal Casañas y la dejaron completamente arrasada. No satisfechos con eso, enfilaron hacia las Ramblas, donde se hallaba La Veu de Catalunya, y repitieron el mismo ritual de acero y fuego.

Pero lo verdaderamente curioso del suceso no radica en la furia castrense, sino en el hecho inexplicable de que el poder civil se plegara servilmente a estos excesos, ya que no sólo no se tomaron medidas contra los implicados, sino que se trató de apaciguar a todo el estamento militar con una disposición legal que dejó para siempre en nuestro país la puerta abierta al golpismo.

La ley de Jurisdicciones que se aprobó casi inmediatamente, significaba que cualquier delito de injurias contra el ejército, la bandera o la patria sería juzgado por un tribunal militar en consejo de guerra. El poder civil quedaba así a los pies de los caballos. Ante tan inaceptable injerencia el presidente del Gobierno, Montero Ríos, presentó su dimisión y numerosos políticos, incluso del partido conservador, como Antonio Maura, intentaron oponerse inútilmente a la ley. El propio Miguel de Unamuno advirtió en una tribuna abierta del periódico El Sol, de los terribles peligros que encerraba una ley que dejaba en manos del ejército la consideración de lo que eran o no eran actitudes patrióticas. No le faltaba razón. La monarquía de Alfonso XII, al someterse al poder militar, quedó herida de muerte y hoy nadie duda que esa claudicación, culminada algunos años después con la dictadura de Primo de Rivera, le costó el trono.

Más tarde el sueño republicano sería ahogado en sangre también porque algunos miembros del estamento militar juzgaron que lo que los españoles habían votado mayoritariamente no se ajustaba a lo que ellos consideraban patriótico. Después de medio millón de muertos, Franco volvió a imponer la Ley de Jurisdicciones que siguió vigente hasta la Constitución de 1978.

Hoy el famoso artículo 8º, invocado por el teniente general Mena, que atribuye al ejército la misión de "salvaguardar la soberanía de España y defender la integridad territorial y el orden constitucional", es un residuo fósil de la Ley de Jurisdicciones. Y en esas estamos.

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