Convivencia
Este asunto del pobre conductor acribillado a balazos por haber atropellado accidentalmente a una niña que cruzaba la calle detrás de la avenida de La Palmera, en Sevilla, ha vuelto a mostrarnos de la manera más cruda de qué precario equilibrio depende la convivencia entre personas y qué leve movimiento basta para que la balanza se venga al suelo. Dicen que el asesino había confundido al conductor con un enemigo que se la tenía jurada y que eso explicaría, ya que no disculpa, el ensañamiento; pero en la reacción de ese pistolero, en la alevosía con que descargó el contenido completo del arma contra el parabrisas, volvió a cebarla y siguió disparando, encuentro un comportamiento que difiere sólo cuantitativamente de los gritos diarios que amenizan los atascos de tráfico o las trifulcas en la cola de la carnicería cuando alguien no respeta el orden de preferencia. Es un problema, sí, de convivencia, o de falta de ella. Como humanos que somos estamos obligados a vivir en manada, y hasta que no nazca el individuo perfectamente autosuficiente, es decir, aquel que puede cuidar el huerto y cazar gacelas y preparar la comida de sus hijos, construir su casa y tejer sus jerseys sin precisar de ayuda, dependemos de los otros para sobrevivir. No es bueno que el hombre esté solo, como la Biblia reconoce: gracias a ese conglomerado de destinos particulares que son las ciudades, los hombres han acometido tareas que las magras fuerzas de dos brazos tenían vedadas, y contamos con puertos, carreteras u hospitales de que Robinson Crusoe no podía disponer. Aquel que no necesita vivir en comunidad, apunta Aristóteles, es una bestia o un dios. El problema sobreviene cuando la masificación, la marginalidad, el descontento y demás efectos de la elefantiasis urbana sobrepasan las ventajas de compartir rellano con el vecino. Sucede esto: que un atropello puede pagarse con una docena de balas calientes.
Entre los muchos adjetivos que merezco, no se encuentra precisamente el de filántropo. Es decir, aunque amo la ciudad y necesito de modo enfermizo el asfalto como el pez el agua del acuario, muy a menudo hallo en mi interior que, más que solidaridad, el prójimo me despierta un deseo irrefrenable de retorcer la bufanda, que es lo primero que suele ponérseme a mano. Las excusas para este sentimiento son diversas: el coche aparcado en doble fila, el tipo que empuja en el autobús, el funcionario que ladra desde la ventanilla, la motocicleta con una ametralladora en el escape, la música del vecino justo en el momento en que el sueño iba a bendecirnos con el olvido, los gritos del niño en el restaurante sin que el padre recurra a esa salvífica bofetada que ahora quieren quitarnos también los pedagogos, los mismos pedagogos y sus genialidades. Reconozco que a veces, después de un pisotón o un saludo mal devuelto, he pensado que el garrote es el mejor amigo de la mano, pero jamás olvidemos que para sobrevivir hay que soportar los desplantes del compañero de oficina tanto como él soporta los nuestros. Hace unos años existía una cosa llamada cortesía que lubrificaba el trato humano y servía para limar las aristas más punzantes del carácter de cada cual. Hoy que esa práctica ha caído en desuso, debemos recurrir al sentido común: las palabras son menos veloces que las balas, pero no necesitan puntos de sutura.
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