Suplicante humanidad
El autor escribe un alegato en favor de la transigencia y en contra de los movimientos xenófobos y racistas
Hace unas semanas, en un soleado domingo del otoño heredero de un verano remiso a morir del todo, un ruido de voces entremezcladas -más bien vozarronas- se metió en casa y nos obligó a asomarnos al balcón y ver lo que pasaba. Una masa humana se acercaba atrincherada en pancartas que proclamaban un deseo terminante: "No a la inmigración". Ésa era la razón de ser de su vocinglería y de los gestos rabiosamente agresivos de algunos de los manifestantes, especialmente los más jóvenes, aguerridos neonazis con la cabeza rapada, botas militares, chupas apretadas y rugidos bestiales ni remotamente semejantes a los de las fieras acosadas (los de éstas eran a su lado cantos dulces del mundo animal, casi gorgoritos de jilgueros enamorados). Patadas dadas al aire, brazos que se desplegaban y contraían como si quisieran agredir y derribar a alguien (sin duda, al inmigrante invocado en sus pancartas y a todos los que simpatizaran con la presencia de esos seres humanos entre nosotros).
Los que decidieron ese eslogan probablemente pensaran que la palabra inmigración designaba con exactitud el objetivo de su rechazo, furia y odio. Pero también pudieron pensar que de esa manera se alejaba de su horizonte lo humano concreto ("inmigrantes") que, hasta a los más bestiales, podía provocarles incomodidades no exactamente éticas, aunque sí tal vez publicitarias. Es indudablemente más ofensivo para cualquier ciudadano observar cómo otros niegan el paso (y el pan y la sal) a otros seres humanos en vez de negárselo a un ente más abstracto y colectivo. De paso, además, esa palabra les facilitaba dirigir su odio igualmente a los gobernantes que legislan para humanizar esos éxodos y desplazamientos motivados siempre por la necesidad. Puesto que todo ser humano se parece escandalosamente a otro ser humano, es necesario despojar de humanidad a quien debe ser objeto de nuestro odio porque, si no, tal vez pensáramos que, al agredir al otro, nos estábamos agrediendo a nosotros mismos y a nuestra pobre alma llena de contenidos emotivos, afectos familiares, arrebatos nostálgicos y demás hechos íntimos que nos hacen sentirnos esencialmente dignos y merecedores de profundos respetos. La mirada empática y aun compasiva es peligrosamente enemiga de los procesos por los cuales el otro es esencialmente la encarnación del mal que hay que eliminar. Para convencernos de ese mal, convertimos a nuestro enemigo en culpable de múltiples calamidades, todas ellas evitables si evitáramos su causa.
La causa, por ejemplo, es otro ser humano que ha incurrido en un terrible acto de intrusión (puede haber otras causas: el otro convertido en abstracto país enemigo cuyos habitantes inocentes y futuras víctimas no existen para los cálculos militares). El otro se ha metido en nuestra casa, ha invadido nuestro territorio y ha acabado con nuestra armonía primigenia. Éramos felices antes de que viniera el otro a robarnos nuestra felicidad. Los españoles robaron la felicidad a los vascos ocupando su casa pacífica, bella y rural, y por eso hay que matarlos. Un español es un enemigo para la causa terrorista etarra porque es esencialmente invasor y otro. Un judío era un enemigo para la causa nazi porque, con su sola presencia invasora y otra, había arrebatado la felicidad del edén ario a sus legítimos propietarios (Alemania verde y frondosa antes de que alientos judaicos transportaran los gérmenes de la esterilidad a su próvida riqueza). Por eso había que matarlos. Para un terrorista islámico, el otro es un invasor del edén coránico: con vuestras costumbres habéis arrasado nuestro virginal mundo lleno de pureza y ascensión a los cielos mahometanos.
Pues bien, nuestros manifestantes de ese soleado y dulce domingo otoñal, hijo de un verano remiso a morir, proclamaban que hay muchos otros, muy distintos de nosotros, a los que podemos llamar inmigración (¿qué rostro tiene ese nombre?), que son la causa de muchos males puesto que nosotros éramos esencialmente felices y prósperos antes de que llegaran esas hordas marroquíes, latinoamericanas y negras a nuestra patria armoniosa y arcádica. Y puesto que eso es así, el otro es un odioso enemigo que debe ser eliminado si llegara el caso. Graves insultos y gritos de muerte llegaban a proferir los energúmenos que ensuciaban con sus gritos la calle de Santa Engracia, a sabiendas de que así decían: eliminemos a todos esos judíos (marroquíes, latinoamericanos, negros, asiáticos) que vemos por las calles que ya no son exactamente seres humanos con alma humana (afectos, deseos, lágrimas, alegrías, nostalgias), sino solamente inmigración, es decir, lacra, basura, ladrón, traficante, otro color, otra cultura; si llega el caso, otra lengua y otra religión.
La citada manifestación terminó en la bella y un tanto pueblerina plaza de mi barrio -Chamberí-, y, subidos al templete, los oradores atronaban con sus ideas criminales y racistas, que es la mejor manera de preparar a las mentes para el crimen real, la atroz agresión al inocente. Los rapados seguían rugiendo consignas de muerte indiscriminada y me asusté. Pensé: si les increpara por inhumanos y salvajes, me agredirían y puede que me mataran. Pues la inmigración no sólo son los inmigrantes, sino todos los que aceptan de buen grado que lo sean y al mismo tiempo dejen de serlo para ser sencillamente seres humanos.
En esa plaza suele haber -no los domingos- muchas mujeres inmigrantes cuidando a niños españoles. Pensé: ¿qué haría cualquiera de éstos con cualquiera de esas pacíficas chicas y señoras? Son inmigración, son basura, son otra raza, otro color, otro ser humano convertido en futura víctima. ¿Las insultarían? ¿Las intimidarían? ¿Las expulsarían? ¿Las matarían llegado el caso? Los energúmenos hablaban de muerte, no me engañaban mis oídos. Me asusté y pensé que había algo inmoral en no haber dicho nada a aquellos envalentonados matones (nadie les dijo nada, todos mirábamos a distancia). Me pregunté: "¿Fueron muy distintas las escenas en que se prepararon no muy lejanos crímenes cuyo objetivo fueron los otros convertidos en culpables de ser sólo diferentes?". Apesadumbrado, me dije: "¿Qué ocurriría si esas hordas crecieran y esos actos se repitieran y todos miráramos a distancia y dejáramos que los bárbaros ocuparan las calles y los disconformes nos replegáramos en nuestra soledad acuciados por nuestro culpable silencio mientras las amenazas de los matones nos arrebataban nuestra suplicante humanidad?". Ninguno les dijimos nada, les vimos disolverse y alejarse, pero nadie ha limpiado aún la plaza de Chamberí ni nadie ha calmado aún del todo nuestra conciencia acobardada.
Ángel Rupérez es escritor y profesor de Teoría de la Literatura de la Universidad Complutense de Madrid.
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