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Columna
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Benimàmet

Esta vez el azar ha llegado con una carta. El remite es de un viejo amigo, Eddie Willians, profesor de español en la Universidad de San Francisco, donde estuve hace unos años. El sobre contiene un cuaderno escolar fechado en Benimàmet el 26 de septiembre de 1938. En la primera página se ve una especie de alquería de dos plantas con un portón en arco y las contraventanas pintadas de verde, flanqueada por una torre almenada. Enfrente se extiende un patio de tierra con algunos árboles. En el tejado del edificio alguien ha escrito con caligrafía escolar "Casa Ben Leider".

Mi amigo el profesor me cuenta que una compañera suya encontró recientemente este cuadernito en el arcón de su desván, mientras llevaba a cabo una de esas limpiezas de papeles que siempre preceden a una mudanza. Sabía que un hermano de su padre había luchado en la guerra civil española y que había sido el primer voluntario norteamericano muerto en combate. Entonces el internacionalismo movía fronteras y mientras las democracias daban la espalda al gobierno legítimo de la República, miles de jóvenes de todos los países vinieron aquí por su cuenta, porque entendieron que la mejor manera de frenar el avance del fascismo en el mundo era batirse por la democracia en España. Ben Leider era ya un hombre de treinta y cinco años, y un tipo socialmente comprometido que se había bregado como reportero en las imágenes desoladoras de la Gran Depresión. Cuando estalló la guerra civil no dudó en dejar su trabajo de periodista en el New York Post y se alistó como piloto. Hay una fotografía suya con cazadora de aviador, posando con toda su escuadrilla delante de un Policarpov I-15, que era uno de los mejores cazas biplanos de la época. A bordo de uno de estos aviones participó en la defensa de Madrid a las órdenes del capitán García Lacalle hasta que un día de febrero de 1937 su aparato fue derribado en el frente del Jarama. Cuentan que cada vez que sus compañeros de escuadrilla salían a una misión, saludaban desde el aire su tumba en el cementerio civil de Colmenar de Oreja, a las afueras de Madrid.

Cada cual tiene su propia manera de rendir homenajes. El nombre de Ben Leider sirvió para bautizar una colonia de niños en Benimàmet. Y fueron estos chavales los que le enviaron a la familia del aviador el cuadernito con dibujos y poemas del que les hablaba y que acabó en un desván de California, donde permaneció todos estos años hasta que hace unas semanas alguien los descubrió por azar.

Pero a veces el azar es la forma que elige la memoria para manifestarse. Los textos escritos por los niños se parecen mucho, seguramente por haber sido sugeridos por el maestro. Los dibujos, sin embargo, reflejan más la sensibilidad de cada uno y el impacto brutal de la guerra en las mentes infantiles. Hay una niña llamada Dorita que pinta un rectángulo azul de cielo desgarrado por una espiral de humo con alas de libélula; otro dibujo muestra a Pilarín, de seis meses, la benjamina de la casa, en una cunita de ruedas; un muchacho casi adolescente le da un aire misterioso a la escuela, al pintarla replegada bajo una línea de pájaros; otros dibujan soldados y banderas republicanas; y un crío de cinco años sólo pinta pollitos. Probablemente ni siquiera exista ya la escuela, pero tal vez alguien en Benimàmet recuerde su torre almenada y el portón en arco y acaso también el dibujo que hizo un día para enviar a América. Bastará ese recuerdo para que la Historia pueda ser de nuevo salvada.

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