Ancha es la conjura
Inventar la sopa de letras, primera parte. Stephen Gaghan, guionista de Traffic y director de la polémica Syriana, declaró hace unos meses a The New York Times su devoción por historias con tramas entrelazadas: "Tolstói dijo que el elemento más importante al escribir ficción es dominar las transiciones. Ése es el don de los relatos múltiples. Resulta que son una gran idea: puedes pasar de un clérigo radical que se dirige a los jóvenes desafectos a un enorme yate en el Mediterráneo. Esas yuxtaposiciones tienen mucho poder". Gracias, Stevie... Trae la frente, que te planto un beso.
Inventar la sopa de letras, segunda parte. Esa iluminación y esos dones que el señor Gaghan ha recibido del cielo y de Tolstói, ocultos con mucha sutileza, al menos los dones, en la plúmbea Traffic, sólo significa, para quien no domine la jerga del marketing cinematográfico, contar una historia desde diferentes puntos de vista y con personajes diversos. Uno de los fines narrativos es demostrarnos que todo está enlazado. Si disparamos una flecha inversa del tiempo para llegar hasta los orígenes del logro que hará crujir los cimientos de la narrativa, hemos de sobrevolar el nuevo auge de las teleseries y el uso, brillante a veces, de los trucos de la historia contada por entregas, ese entrar en un episodio por una puerta y salir por otra entreabierta que deje pasmado al consumidor. Y, hablando de trucos, la flecha del tiempo atraviesa al nuevo gurú de los narradores de historias, Robert McKee, cuyos lemas, copiados del método de Alcohólicos Anónimos, son tan contundentes como obvia su pedagogía. Un ejemplo: "Tercer paso: dividir las escenas en golpes de efecto". ¡Esotérica clave! Tomen la serie Alias: "Los códigos cirílicos que había en esos libros, sí, eran órdenes del KGB. Y, sí, eran órdenes de matar. Pero Sydney, hija, yo no fui ese agente. Fue tu madre...". Fin del capítulo.
JOSEPH BALSAMO: MEMORIAS DE UN MÉDICO
Alexandre Dumas
Traducción de Gregorio Cantera
Alba. Barcelona, 2005
Dos volúmenes
792 y 706 páginas. 48,85 euros
Inventar la sopa de letras, tercera parte. Como todo el mundo alfabetizado no ha tenido más remedio que aprender en los últimos tiempos, los masones, conjurados, fueron los responsables de la Revolución Francesa. Lo que no se sabe es si por encima de ellos estaban los Illuminati, y por encima de los Illuminati los jesuitas. Pero ésa es otra cuestión: las raíces de un árbol conspirativo siempre llegan al centro de la Tierra. Lo cierto es que confundidos todos por el trastorno de la civilización occidental, por unas ansiedades y miedos surgidos de las guerras napoleónicas, la acción escéptica y la reacción ultramontana que provocaron a un tiempo hicieron germinar la primera teoría conspirativa de cariz y transmisión popular. Como en todo lo popular, la idea estaba en el aire, pero fue el abate Barruel en sus Memorias para contribuir a la historia del jacobinismo quien le dio su forma delirante. Y fue Alejandro Dumas, padre, en su Joseph Balsamo, quien se aprovechó de ella para entretener a sus muchos lectores y, de paso, y de modo inexorable, difundir la idea.
Alejandro Dumas es, pues, el inventor de casi todas las sopas de letras que hemos presentado hasta ahora. En la década prodigiosa del folletín, los cuarenta del XIX, y en plenitud de su fama, de las propias facultades y de las facultades de sus mercenarios ("tengo tantos colaboradores como Napoleón generales", eso decía), cuando se tiraban doscientos mil ejemplares de cada entrega de sus novelas y cada ejemplar era leído a su vez por muchas personas que acataban sin reserva las reglas del juego, Dumas se embarcó en una obra magna, su propia historia de la Revolución Francesa, en pugna con la más elitista de Carlyle. Una novela anterior, El señor de Maison-Rouge, sólo había sido el precalentamiento. Su editor, Alexandre Cadot, le obligó a dividir en cuatro esa primera idea para la posterior publicación en volúmenes. De ese modo, Las memorias de un médico llegaron a ser Joseph Balsamo, El collar de la reina, Ange Pitou y La condesa de Charny. En el primer capítulo del primer volumen, siete iluminados que representan a distintas potencias se reúnen en el monte del Trueno el 6 de mayo de 1770 y planean derrocar el orden establecido. A partir de ahí, Balsamo, más conocido por la posteridad como Cagliostro, quien representa a Francia en ese tenebroso Festival de Eurorrevolución, moverá los hilos desde la llegada de la delfina María Antonieta hasta que todo se le vaya más o menos de las manos. De esos hilos penden nombres históricos y otros inventados por Dumas. Y ahí está la clave de la pregunta: ¿es necesario leer a Dumas hoy, cuando sus trucos, su descaro y sus métodos han sido canibalizados hasta el hueso?
Cuando el pomposo guionista
de Traffic hablaba más arriba de Tolstói se refería a Dumas. Heredero del teatro popular romántico y de la incipiente novela histórica, Dumas usa todos los ardides para que la acción avance a lo grande: sensacionalismo, gran efecto y estupor. Hay quien le adora y hay quien le ignora. Leer Joseph Balsamo no es leer Guerra y paz: no hay entereza en la construcción de personajes y en el devenir de los hechos, ni verdadero genio imaginativo frase a frase, párrafo a párrafo, página a página, ni la imponente sugerencia de vida. La tradición de novela histórica que parte de Tolstói no es la que origina Dumas. A la tradición de Tolstói, y sólo por citar autores con novelas ambientadas en el XVIII o en las guerras napoleónicas, pertenecen Calvino, Enquist, Carpentier, Pynchon, Barth, Burguess, Sciascia, T. C. Boyle y, aunque parezca mentira, el propio Dumas leído desde una óptica posmoderna y algo deportiva. La vertiente Dumas ha sido requisada por el cine de gran espectáculo, por la radio, la televisión y por esos millones de novelas que ahora brotan por doquier. A estas últimas, es importante decirlo, Dumas aún les da cien vueltas. Porque es superficial, pero es ancho. Con eso quiero decir que no son necesarias ni la indulgencia ni la nostalgia para leer esta novela con gusto. Los personajes ficticios son unos cocos melodramáticos, de acuerdo; las coincidencias, que son la sal de la narración, aquí son un salero volcado sobre el relato. Pero están la recreación de los personajes históricos, el dibujo astuto y perspicaz de los caracteres y sus motivos, las intrigas, la forja de sus mitos, la sabiduría de las fuentes del poder y de la debilidad humanas. Por seguir con las comparaciones cinematográficas, Luis XV, Madame Du Barry o Rosseau no le tienen nada que envidiar a personajes de Lubitch o de Wilder. Sólo por ellos, y porque se aprende mucho de "que todo está relacionado", según reciente descubrimiento, vale la pena leer estos dos señores volúmenes con el peligro de, una vez finalizada la lectura, salir corriendo a por El collar de la reina, la siguiente entrega. Cagliostro, el gran taumaturgo, merece rancho aparte.
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