Una agenda para América Latina
Uno de los mejores años de mi vida fue 1982. A comienzos de otoño llegué a Washington para dedicarme a tiempo completo a escribir una novela, algo con lo cual había soñado desde que tengo memoria. El Woodrow Wilson Center for Scholars me ubicó en una torre del castillo Smithsonian, desde la cual se veía la cúpula del Capitolio, los museos y, en el otro extremo, el monumento a Lincoln. Oí decir que desde las ventanas de mi oficina el propio Lincoln había observado con un catalejo la desesperante retirada de su ejército después de la batalla de Bull Run, durante la guerra de Secesión.
Cuatro pisos debajo de mi torre, en el imponente comedor normando del castillo, recibí cursos avanzados sobre las relaciones entre Estados Unidos y América Latina dictados por intelectuales brillantes como Fernando Henrique Cardoso, Carlos Fuentes y Guillermo O'Donnell, a la vez que entendí las razones y las sinrazones de la diplomacia norteamericana a través de lo que contaba Wayne Smith, el máximo experto del Departamento de Estado en asuntos cubanos. De nadie aprendí tanto, sin embargo, como de Joseph Tulchin.
Tulchin dirigía entonces los estudios internacionales en la Universidad de North Carolina, cuya sede está en Chapel Hill, pero cada vez que se dejaba caer por Washington uno podía quedarse horas oyéndolo, ya fuera cuando se expresaba en su habitual inglés de dicción transparente o cuando hablaba un español con marcado acento argentino. Sus ideas eran provocativas, desafiantes e invariablemente originales. Jamás se le escapó un solo lugar común. En 1989, el presidente del Wilson Center tuvo la perspicacia de nombrarlo director del Programa para América Latina, y desde entonces casi no hubo desasosiego o conflicto en el continente que no se dirimiera en los claustros del Centro, desde el referéndum chileno que puso fin a la dictadura de Augusto Pinochet o el alzamiento indígena de Chiapas hasta el derrumbe de Collor de Mello y de Fernando de la Rúa.
Hace cinco o seis años, el Wilson Center se mudó del suntuoso castillo de Jefferson Drive y pasó a ocupar varios pisos de un edificio sin gracia, al fondo de la avenida Pennsylvania, frente a una rotonda que lleva el nombre de Ronald Reagan. Allí, bajo la primera nieve del otoño, se reunió a comienzos de diciembre un centenar de latinoamericanistas para rendir homenaje a Tulchin, quien dejará el programa en enero de 2006.
Habría sido útil que los estadistas acudieran a esa cita en la que sólo había pensadores y unos pocos diplomáticos, porque casi todo lo que se dijo fue inesperado. Qué es exactamente la democracia ahora, por ejemplo -uno de los enigmas planteados por Ariel Armony, director del Goldfarb Center, en Maine- pareciera una pregunta trivial, pero deja de serlo apenas se advierte que, en algunos países, significa la concentración de los poderes en el Ejecutivo, y en otros refleja una severa crisis de la representatividad. Suele ser así porque quienes gobiernan o legislan representan, a menudo, sólo a una reducida élite de políticos. Los más pobres no deciden: están fatalmente al margen, y puede avizorarse en América una marejada de descontentos que, movilizada por la desigualdad y la pobreza extrema, va a crear situaciones graves de inestabilidad institucional más temprano que tarde.
Un catedrático de São Paulo, Amaury de Souza, y el secretario general de la Organización de Estados Americanos, José Miguel Insulza, advirtieron sobre los riesgos de la inestabilidad social creada, de un modo u otro, por la inestabilidad política. La consigna "Que se vayan todos" es -dijo Insulza- una expresión de ese nihilismo, en tanto que Amaury de Souza subrayó cuán lejos están todavía los gobiernos de la región de poder afrontar los golpes de violencia internacional que se avecinan.
Nadie, en ocasiones como esta, espera que los discursos de los almuerzos contengan algo más que frases hechas. El que pronunció Luis Maira, embajador de Chile en Argentina, estuvo sin embargo lleno de revelaciones valiosas, basadas sobre el sentido común. Según Maira, las administraciones de un país son eficientes cuando las órdenes del gobierno son ejecutadas por burocracias estables, a las que no se remueve después de cada ramalazo electoral. Si Estados Unidos suele manejar mejor las negociaciones que los países latinoamericanos es porque sus burócratas aplican una experiencia de largos años en campos tan diversos como el de las inversiones agrícolas -por ejemplo- o el del control de medicamentos. Se supone que un nuevo presidente tiene que cambiar todo. Pero cuando un país quiere mantener cierta previsibilidad, no modifica sus jerarquías medias. Así, los resortes del Estado siguen funcionando sin tropiezos.
Cuando Tulchin llegó al Wilson Center, en 1989, las perspectivas de crecimiento eran tan buenas como las de ahora para América Latina. Algunos países las aprovecharon. Otros las despilfarraron en una fiesta con final amargo. A los Estados Unidos de aquella época nadie les disputaba la hegemonía. El muro de Berlín había caído y Francis Fukuyama anunciaba, erradamente, el fin de la historia. Ahora, el imperio ha revelado su esquina vulnerable y -lo que es más grave- ha perdido autoridad moral. En la jerarquía de intereses de Washington, América Latina ocupa el último sótano, aun por debajo de África. Estar fuera del círculo de atención es una ventaja. Sitúate en el centro y camina por el costado, enseña un viejo proverbio chino. En la historia, nada es tan valioso como saber aprovechar los instantes de distracción.
América Latina no necesita, para aprovecharlos, de gestos estrepitosos. Como oí decir más de una vez durante el homenaje a Tulchin, le bastaría poner sobre la mesa unos pocos valores simples: instituciones previsibles, equidad en la distribución de los ingresos, transparencia, democracias que sean representativas pero sin equívocos ni trampas. Desde que el mundo es mundo, las cosas más sabias son siempre las más sencillas.
Tomás Eloy Martínez es escritor y periodista argentino, autor de La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina. © 2005 Tomás Eloy Martínez Distribuido por The New York Times Syndicate.
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